Shakespeare vs. Shakespirito

Shakespeare vs. Shakespirito
A algunas personas, uno de los comediantes mexicanos más populares de todos los tiempos nunca les dio risa. Una de ellas es Fernando Rivera Calderón que escribe esta crítica en contra de El Chavo del 8, a quien considera el Guernica de Roberto Gómez Bolaños.
Por: Fernando Rivera Calderón
Muchos son quienes le han rendido homenaje a Roberto Gómez Bolaños y a su máxima creación: El Chavo del 8. El Chavo es el Guernica de Chespirito, su Quinta Sinfonía, y últimamente he leído tantas cosas maravillosas sobre la manera en que logró volverse parte de la cultura popular que me siento muy mal de no poder participar de la emoción, pero la verdad es que nunca entendí los chistes del Chavo y, por lo tanto, nunca me dio risa.
Cosa extraña, debo aceptar, porque un chiste que te cuentan 15 millones de veces tendría que hacerte reír en algún momento, pero no fue mi caso. El programa estaba diseñado para que uno se acostumbrara al chiste y a reírse de él como un reflejo condicional pavloviano de aquí a la eternidad.
Sé que en una de ésas un día miro un programa del Chavo del 8 y súbitamente tengo una epifanía y me río por todo lo que no me he reído en décadas, pero de mientras puedo decir que la vecindad del Chavo me parecía tan sórdida y los personajes tan decadentes y predecibles que cuando en mi casa alguien sintonizaba El Chavo del 8 yo irremediablemente me empezaba a deprimir.
Recuerdo con claridad que sentía más feo ver al Chavo meterse en su barril-hogar que ver a Nosferatu salir de su ataúd. Y pensaba: ¿Qué pasa en esa vecindad? ¿Por qué no le ofrecen un techo a este pobre niño y lo dejan que viva en el barril como si fuera un pinche monstruo comegalletas?
Tampoco puedo ser tan mezquino con el humor de nuestro Shakespeare chiquito como para decir que nunca me divertí con el Chapulín Colorado o con el Doctor Chapatín, entrañables personajes, pero el Chavo del 8, que finalmente se convirtió en un fenómeno continental, creo que condenó al humor mexicano –salvo muy honrosas excepciones- a convertirse en un catálogo de lugares comunes en el que cada vez hay menos espacio para la sorpresa y la espontaneidad.
Ahora que lo pienso a la distancia, creo que en el Chavo hay una especie de legitimación de la miseria y de la mediocridad nacional de los tiempos priístas haciéndola parecer chistosa aunque para ello tuvieran que recurrir a las risas grabadas. Lo que hacía Gómez Bolaños no era el retrato naïf de Ismael Rodríguez ni la caricatura ácida de Chava Flores o Gabriel Vargas. ¡Ya hubiera querido Doña Florinda tener la gracia de Borola Tacuche de Burrón! Si Capulina, su mentor, fue el Rey del humorismo blanco, Chespirito tendría que pasar a la historia como el Rey del humorismo blando.
Quizás haya influido en mi percepción que las vecindades que yo conocía hasta ese momento no eran precisamente espacios de humor, sino de miseria y violencia. Y los “chavos” que ahí sobrevivían poco o nada tenían que ver con esa vecindad de utilería que se parecía más a una versión región cuatro de la casa de El Ángel Exterminador de Buñuel, mezclada con la isla de La Invención de Morel, de Bioy, pero sin Buñuel ni Bioy. Nadie, ni los personajes del programa ni los televidentes teníamos escapatoria. Como perritos de Pavlov nos reímos de los mismos chistes durante décadas y ahora celebramos el resultado de tanta sobreexposición. Las virtudes del humorista se han multiplicado de formas insospechadas. Incluso Jacobo Zabludovsky destacó en alguna de sus recientes columnas periodísticas el hecho de que Chespirito había creado una vecindad laica y había “entrado a millones de hogares americanos sin valerse de símbolos o invocaciones religiosas”. O séase, una especie de Che Guevara de la tv.
En Internet hay discusiones sobre cuál es el verdadero nombre del Chavo o qué le pasó al papá de Quico. No hay adulto o niño que no conozca sus “frases célebres” y que no las repita a la menor provocación. Y es que para Chespirito los chistes son mantras. Como un Maharishi de la televisión, a cada uno de sus personajes le dio un mantra para que lo repitiera hasta el infinito y más allá. Los televidentes adoptaron los mantras para sí mismos. Por eso, nos guste o no, debemos reconocer que Chespirito nos enseñó a reírnos del mismo chiste por respeto a las risas grabadas.
Y que Shakespeare se retuerza en su tumba.