El poder siempre ha tenido un magnetismo especial, y en la historia, pocos personajes han tenido más que los reyes. Pero si algo queda claro tras explorar sus vidas íntimas es que muchos de ellos no solo gobernaban reinos, también se entregaban sin pudor al placer. Lo suyo no era solo política: era deseo, exceso y, en muchos casos, una promiscuidad digna de leyenda.
Reinar durante 72 años le dio tiempo de sobra para dejar huella… en más de un sentido. Luis XIV no solo brilló por sus reformas y su fastuoso Palacio de Versalles, también por su vida sexual intensamente activa.
Se le atribuyen más de 30 amantes oficiales, entre ellas la famosa Madame de Montespan, con quien tuvo siete hijos ilegítimos. Pero la cifra real, entre amantes anónimas, cortesanas y damas de compañía, probablemente se eleve mucho más.
Luis no solo era un rey, era una fuerza sexual. Versalles no era solo centro de decisiones políticas, también de intrigas amorosas. El poder lo seducía, pero el deseo lo dominaba.
¿Quién no ha escuchado sobre las seis esposas de Enrique VIII? Pero su reputación no termina en los matrimonios: su apetito sexual era insaciable. Se obsesionaba con mujeres jóvenes, y una vez que conquistaba, pronto se aburría.
Además de sus esposas oficiales, mantuvo múltiples amantes —incluidas hermanas de algunas de sus esposas— y se rumora que incluso tuvo encuentros secretos con damas del clero.
Su promiscuidad, lejos de ser simple lujuria, fue un instrumento de poder, una forma de control sobre su entorno. Y cuando el placer chocaba con la iglesia, fundó la suya propia para seguir disfrutando.
Apodado “El Alegre Monarca”, Carlos II vivía como si cada noche fuera la última. Tras años de exilio, al recuperar el trono lo celebró como pocos: llenó la corte de vino, música y amantes.
Tuvo más de doce amantes conocidas, incluyendo actrices y aristócratas, y reconoció al menos catorce hijos ilegítimos. La reina Catalina de Braganza, su esposa oficial, jamás pudo embarazarse… pero Carlos jamás dejó de practicar.
Su reinado fue más hedonista que estratégico, y aún así, supo conquistar a su pueblo. Su carisma era irresistible, y su cama, legendaria.
A diferencia de los anteriores, Leopoldo I fue más reservado, pero no menos activo. Su reputación se construyó en susurros y cartas ocultas, pero se sabe que tuvo numerosas relaciones extramatrimoniales, incluso con mujeres casadas.
Se decía que era adicto al juego… y a las amantes, muchas de las cuales recibían casas, joyas o pensiones vitalicias. Discreto, pero letal, sabía cómo moverse en la oscuridad sin dejar rastro… excepto en los corazones (y las sábanas).
Conocido como Pedro el Grande, este zar no solo modernizó Rusia… también dejó un legado de excesos sexuales. Organizaba banquetes eróticos donde la nobleza debía participar en juegos sexuales, y se le atribuyen romances con cortesanas, sirvientas y esposas de sus aliados políticos.
Incluso fundó su propio club privado, donde las reglas eran simples: nadie decía no.
Su vida íntima fue tan intensa como su legado militar, demostrando que para algunos líderes, la conquista también ocurría entre sábanas.
¿Qué tienen en común estos reyes más allá del poder? Que usaron su sexualidad como un lenguaje más del dominio. En una época donde el sexo era tabú, ellos lo convirtieron en espectáculo, ritual y arma de influencia.
Sus amantes no solo eran cuerpos: eran piezas de estrategia, conexiones diplomáticas, favores políticos… y también, claro, verdaderos objetos de deseo.
Pero no confundamos el libertinaje con simple hedonismo. En estos hombres, el erotismo estaba entrelazado con el poder, la ambición y, a veces, la necesidad de llenar vacíos personales con placeres inmediatos.