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Por una vida sexy: Pandemia, sexo y poesía

Por: Mónica Soto Icaza 05 Abr 2021
Él cada vez se acercaba más a mí, los dos sentados. Dije algo que no repetiré aquí por falso pudor. Estiró el brazo, puso la palma de la mano en mi nuca para atraerme hacia él.
Por una vida sexy: Pandemia, sexo y poesía

Entre las recomendaciones de distanciamiento social y llevar trajes de astronauta para evitar los contagios, ¿qué les queda a los promiscuos para saciar sus instintos?

Es una pandemia moralista. La de la Covid-19. Son tiempos difíciles para la promiscuidad, o dicho de manera más amable: es una época complicada para los discípulos de la lujuria con propensión a la búsqueda de la variedad de voces, olores o pupilas.

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Apóstol(a) de Eros, yo soy una de ellos.

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Como ama de casa y madre soltera de dos vástagos mi vida sexual gira alrededor de aprovechar los recursos disponibles y las horas vacantes de mis obligaciones, las cuales cumplo con disciplina casi militar. Mi recurso temporal disponible para el intercambio de saliva y otros fluidos es, por consiguiente, la mañana, único momento de soledad y recogimiento que poseo. Claro, cuando un virus mundial no mantiene a la gente confinada. Me nació un cinturón de castidad invisible, y debía ponerle remedio.

Así fue como ingresó él a la zona de mi radar concupiscente. Necesitaba un amante que viviera cerca, soltero y libidinoso a quien pudiera visitar de noche. Pensé y pensé en mis opciones, descarté unas, ponderé la conveniencia de otros. Nada, ninguno parecía ser el ideal. Hasta el martes por la noche que escuché ruidos desde el departamento junto al mío, de pared compartida. Música, risas femeninas, voz masculina, gemidos de ella, rugidos de él, el orgasmo de una y luego el del otro. ¡Eureka!

Lo había visto varias veces en el elevador, platicando con él de esas pequeñas conversaciones entre vecinos. Más de una vez me chuleó el atuendo y hasta puso una de sus manos en mi cintura al saludarme, gesto invasor que a mí me provocó una corriente eléctrica. Era el candidato perfecto. Ya solo me hacía falta pensar en una estrategia para encamarme con él, y pronto.

El domingo de esa misma semana él se puso en bandeja de plata. Estaba yo leyendo El extranjero, de Albert Camus. Sonó el timbre. Al abrir me encontré con el sujeto en cuestión. “Hola, vecina, buenas tardes. Te molesto porque quiero saber si te interesaría remodelar el vestíbulo del piso, creo que es demasiado feo y yo quisiera ver algo más estético al llegar a mi depa”. Pintado de un color crema verdoso horrible, claro que me gustaba la posibilidad de mejorar el entorno. Fuimos juntos a tocar el timbre del otro vecino.

Después de diálogos, deliberaciones y de darnos cuenta de que no llegaríamos a ningún arreglo, nos despedimos. Yo necesitaba pensar en algo rápido, se escapaba de mi entrepierna la oportunidad perfecta.

Me encaminó hacia mi puerta. Ahí se me ocurrió: “Oye, tengo una duda legal, ¿me podrías dar un consejo?”. Benditos abogados dispuestos a auxiliar a una damisela en peligro.

Entré descalza a su casa, decorada preponderantemente de madera y mucho arte en las paredes, con un Tamayo y una escultura de Jorge Marín, entre otras obras. Me ofreció algo de tomar, había una botella de vino abierta sobre la barra, le dije que una copa de tinto estaría bien. Me sirvió. Yo traía un vestidito negro, ceñido de la cintura y de falda volada, muy corto. Bebida en mano, me senté en el sillón de la sala, él se colocó cerca de mí. Crucé las piernas, dejé a la vista mi ropa interior rosa por unos segundos. Agarré un cojín, me cubrí. No quería parecer desesperada.

Hice mi consulta legal, él me respondió que podía ayudarme sin problema. Me pidió enviarle un correo electrónico con algunos datos. Me incliné hacia la mesa de centro para agarrar mi teléfono y anotar la dirección. Me miraba fijo.

Continuó la charla por unos minutos. Quité el cojín de mis piernas. Él cada vez se acercaba más a mí, los dos sentados. Dije algo que no repetiré aquí por falso pudor. Estiró el brazo, puso la palma de la mano en mi nuca para atraerme hacia él. Me besó. ¡Qué lengua! ¡Qué sabor! ¡Qué vaivén! ¡Qué temperatura! ¡Qué marejada de mi vulva!

Y así, ese domingo de inicios de septiembre, empezó mi idilio de pandemia, sexo y poesía, el hallazgo de las mil posibilidades que estuvieron tanto tiempo detrás de la pintura, los ladrillos y los falsos plafones de mi casa, y con él, los mejores meses de sexo de ésta, mi liviana existencia de paraíso terrenal.

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