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Un adelanto de “Mantén la música maldita”, de Carlos Velázquez

Por: Carlos Velázquez 02 Jul 2021
Este relato forma parte del libro “Mantén la música maldita”, de Carlos Velázquez, publicado este 2021 por Sexto Piso. Te […]
Un adelanto de “Mantén la música maldita”, de Carlos Velázquez

Este relato forma parte del libro “Mantén la música maldita”, de Carlos Velázquez, publicado este 2021 por Sexto Piso. Te lo presentamos como adelanto.

WITH YOUR BITCH SLAP RAPPIN’ AND YOUR COCAINE TONGUE YOU GET NOTHIN’ DONE

En Tijuana comprendí que en el lugar donde has arañado la felicidad debes intentar convertirte en estatua de sal. Por eso regresar al Hong Kong se volvió una tarea fácil. Ineludible. Automática.

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Atravesé la cortina de terciopelo que separa a este templo de la muchedumbre que recorre la calle Coahuila y fui recibido por “Welcome to the Jungle” mientras una falsa rubia de tetas operadas bailaba en la primera pista con industria y cachondendería inmemoriales. No puedo evitar preguntarme si alguna vez Axl Rose ha pisado este lugar. No lo descarto. Mi olfato me dice que por los privados de este recinto han desfilado Steven Tyler, Slash, David Lee Roth y Nikky Sixx.

He perdido la cuenta de las horas que he buceado en esta pecera del silicón. Casi tantas como Tony Soprano en el Bada Bing. Pero esa noche era distinta. Especial. Tenía una misión: Aurora. Era de Hermosillo, Sonora. Madre soltera, dos hijos. En mi última visita había conseguido bajarle su WhatsApp. Nos mensajeamos durante meses. Cuándo vas a venir, me preguntaba. Por fin volveríamos a toparnos.

La noche del flechazo estaba a punto de largarme, a las tres de la madrugada, cuando escuché el intro de lira de “Since I Don’t Have you” en versión de Guns. Estaba demasiado sensible, acababa de separarme de una maquillista con la que pensé que pasaría el resto de mis días, pedí otra cerveza y me quedé a paladear mi temperamento melalcoholico al ritmo de la canción. Las acrobacias de Aurora engañaron a mi libido. Sentí que se produciría una erección, fue sólo un amague, un estremecimiento que me recorrió el pubis. Fuckin cocaine.

Un adelanto de “Mantén la música maldita”, de Carlos Velázquez 0

Levanté un dólar y Aurora se aproximó hasta mí. La vida ha sido benévola conmigo. He tenido la fortuna de ver a muchas mujeres desnudas. No exagero al afirmar que el cuerpo de Aurora era uno de los mejores que he contemplado. Parecía el de una tenista, pero sin fibrosidad. Le encajé el billete en la tanga y le acaricié su nalga redondita. Cuando terminó su número le pedí a un mesero que le dijera que le invitaba un trago.

Ganarse la confianza de una teibolera es casi imposible. Pero no pretendía que me contara cómo decidió dedicarse a bailar. No deseaba entrevistarla. Desconecté el piloto automático. Apacigué al cronista que habita en mí. Lo que quería era llevarla al cine. Comprarle una nieve. Rasurarle las piernas. Después del segundo whisky me insistió en que fuéramos al privado. No tenía caso. No se me iba a parar. Y aunque no esperaba nada de la situación, me dio su número.

Las teiboleras poseen estatutos que casi nunca traicionan. Uno consiste en no relacionarse con clientes fuera del establecimiento. Sólo lo consentían cuando se había presentado una conexión, económica o espiritual.

Esta playlist curada por Carlos Velázquez sirve para acompañar la lectura de “Mantén la música maldita”.

Decidí aclimatarme antes de encontrarme con Aurora. Me pedí otra chela y me dediqué a vagar por el lugar. El rock que escupía el sistema de sonido pertenecía al siglo pasado. Ochentas y noventas. AC/DC, Mötley, Metallica. Qué pasó con la de los dosmiles me preguntaba cuándo vi a la bailarina con el tatuaje de esqueleto en el brazo izquierdo. Humero, cúbito, radio, carpo, metacarpo y falanges.

Me lanzaba miradas. Era tentador. La piel translucida, el cabello negrísimo y rocker. Parece extra de Only lovers left alive. Pero me contuve. Me reservaba para Aurorita. Por lo mismo no me había metido ni una mísera esquinita de coca. En el Honk Kong los dólares se queman más rápido que la gasolina en un auto deportivo. A los cinco minutos conducen a la Mujer Vampiro a un privado, su sola presencia le llena te llena el ojo, no necesita bailar siquiera. Mejor así, me digo. Nada de distracciones.

Encima del Hong Kong hay un hotel. En un rato Aurora y yo subiremos a una de sus habitaciones. Mojar la broca cuesta 150 dólares. En el día hay promoción: cien. Y si es lunes lo rebajan hasta 80. No soy cazador de ofertas. Tengo los verdes en mi cartera. Son las diez de la noche y el tráfico humano dentro ya es denso. clientela y bailarina colmamos los tres niveles. Aproximadamente unas 300 personas. Y la noche apenas comienza. Al final de la jornada unos 2000 habremos transitado por el local. El turno de Aurora comenzaba a las siete de la tarde y terminaba a las siete de la mañana. En una noche gana más de lo que yo en un mes.

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En una columna una flaca buenísima, completamente desnuda excepto por un abrigo animal print, ofrecía sus pomas a quien deseara regalarle un dólar. A sus pies se extendía una fila como las que se forman en los puntos de droga para comprar cristal. Debía estar puesta de éxtasis o de eme porque tenía los ojos cerrados, concentrada en el placer que cualquiera pudiera procurarle. No pude resistir la tentación de sumarme a los entusiastas. Cuando tocó mi tuno hundí mi cara entre sus nalgas y le propiné un lavado de cazuela con la potencia de una pulidora orbital. Mi baba se fundió con la saliva de todos los voluntarios que desfilaron antes por ahí. Si mi gastroenteróloga se enterara me mataría. Aunque después de la Giardia lambia cuento con inmunidad en todo el mundo, incluido el continente asiático.

Aurora me preguntó por whats a qué hora pensaba llegar. Le contesté que como a las tres de la mañana. Estaba recargada en los silloncitos que están frente a la pista principal. Me encaminé a darle la sorpresa. Mientras pedía otra chela comenzó a sonar “Zombie” de los Cranberries, una de las rolas más socorridas por las bailarinas de todos los teibols del mundo. Tomé la ruta larga y pasé por el rincón de espuma. Una docena de cabrones bien jariosos arrojaba billetes al show lésbico. Rock, cerveza y ternura. Qué más se puede pedir. No por nada cada mañana mi primer impulso al despertar es mudarme a Tijuana. Dicen que Graham Green escribía desde el amanecer hasta las dos de la tarde. Después comenzaba a beber. Yo me inspiraría en su rutina: trabajaría por las mañanas y por las tardes me atrincheraría en el Hong Kong.

A unos metros de Aurora se me aceleró el corazón. Esta vez no era culpa de la cocaína, era de pura emoción. Me sacó de onda su espalda. Estaba mamadísima. Del cuerpo aquel que yo había sabroseado no quedaba nada. Me plantó un beso en la boca. Me toca bailar, dijo, cuál quieres, mi rey. “You Could be Mine” le respondí y me senté a disfrutar del dancing. Vi que rengueba. En la pierna izquierda traía una rodillera ortopédica. Se la quitó, le dio instrucciones al mesero y se trepó a pista. La batería sonó, se aferró al tubo y comenzó a escalarlo. Cuando entró la guitarra ya había alcanzado el techo, aventó la cabeza hacía atrás y se propinó una doble nalgada.

Aquello ya no era striptease. Era gimnasia olímpica. Y por supuesto que me enamoré más. Los casi seis minutos de la rola bailó en modo turbo. Se amacizó al aro y giro a una velocidad frenética. Cuando puso los tacones sobre la pista no perdió el equilibro. No estaba mareada en lo absoluto. Cuando acabó su acto vino a sentarse a mis piernas. En lugar de Aurora parecía que Batman se había aplastado encima de mí. Me daban ganas de decirle Quítate la armadura, mija. Déjame ver A Bruno Díaz.

Nos dimos un beso con una intensidad que resumía los meses de espera, los cientos de mensajes, el anhelo, las ganas. Qué te pasó, le pregunté al señalar la rodillera. Me explicó que se había lesionado en el gym. No me atreví a confesárselo, pero se me bajó la calentura. Yo había pedido carne y a cambio me habían despachado músculo. No era su culpa. Pero la película que había rodado en mi cabeza era con otro presupuesto.

Pidió un tequila. Me preguntó si cogeríamos. Le respondí que sí. Pero que antes me consiguiera cocaína. No puse atención con quién se dirigió, pero minutos después yo estaba en un privado esnifando mientras ella se restregaba sobre mí. Cuando salimos del cubículo le puse un billete de 500 en las manos y quedamos en subir al hotel después de que terminara su siguiente acto. Mientras se preparaba me fui a la pista principal a matar el tiempo.

Era uno de esos tiempos muertos entre bailes. Todos los asientos junto a la pista estaban vacíos. Enfrente había una hilera de chicas sentadas con la mirada perdida y la mente en Carcosa. Entre los asientos y las teiboleras había un billete tirado. Con todo el sigilo que me permitía mi estado me agaché rápido y lo recogí. Alcancé a ver de reojo que se trataba de un Ben Franklin. Es tu noche, pinche Carlitos, me felicité. Me voy a aventar dos palos, concebí.

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Mientras caminaba al baño la paranoia se apoderó de mí. Sentí que todas las miradas se posaban en mí. Y comencé a analizar la situación. Estas mujeres tienen integrado un radar que las posibilita para identificar un dólar a kilómetros de distancia. Son unas tiburonas. Cómo era posible que no lo hubieran visto. Es un cuatro, deduje. Y sí, cuando entré al baño me percaté. Era falso. Pero con la poca luz del lugar y el entusiasmo que despertaba un hallazgo así, era posible que no lo percibieras.

Aunque un teibol es un negocio establecido, no deja de ser un territorio con una ley resbaladiza. No me quiero ni imaginar si te agarraba pagando con un billete falso. Seguro que te ganas una calentada y que te tumben el equivalente del billete en cuestión. Me metí un par de llavazos pal susto. En el Hong Kong está prohibidísimo consumir droga. Pero como aquella procedía de una bailarina, el guardia del baño ni me volteó a ver. Y eso que escuchó bien claro los jalones.

Me pedí un fuerte, un whiskey sin hielo. No suelo limpiar frasco cuando voy a coger, pero necesitaba algo para matarme el nerviosismo. Pagué con pesos. Estaban esperando que usara el billete falso. Era transa de los meseros. Sabían que yo lo había recogido. Seguro se preguntaba por qué no lo usaba. No pude si no pensar en toda la bola de cabrones que habían caído. Me atacaron unos ansias locas por infiltrarme en el Hong Kong. De trabajar como achichincle o lo que fuera durante un año y escribir un libro con todas las historias que recopilara.

Mientras deglutía mi segundo whisky me preguntaba que sentiría Axl Rose al entrar a un teibol y ver una chica bailar sus canciones. La idea de deshacerme del billete comenzó a morderme con ahínco. Bastaba con dejarlo caer intencionalmente al caminar. Pero ¿y si alguien me veía? A lo mejor era lo que aguardaban. Para caerme, putearme y expropiarme 5 mil varos Era mala idea. El lugar cuenta con un circuito de cámaras más perrón que el de una bóveda bancaria. No tenía otra salida más que fugarme. Y pa acabarla de chingar la coca se me había acabado.

Reconocí el piano de “November Rain”. Aurora acababa de subir a la pista. Ya estuvo que no le cargaré la rodillera, me resigné y salí al barullo. Lo mejor sería que no me parara en el HK al día siguiente.

Después de aquello el romance con Aurorita murió. No me deshice del billete. Lo conservé como amuleto y suvenir. Estuvo en mi poder algún tiempo. Hasta que extravié la cartera en una peda en Madrid.

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