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Los zapatos de Venus

Escrito por:Jafet Gallardo

Los zapatos de Venus

Un huracán frustró el que pudo ser un gran momento rockstar en la vida de nuestro colaborador. Sin embargo, lo orilló a descubrir un objeto que a su vez lo obligó a reflexionar en torno a las paradojas humanas. ¿Por qué nos gusta pisotear lo que amamos?

Mi primera gira musical por Estados Unidos hubiera sido un éxito total de no haber sido por Irene. El huracán bautizado con nombre de mujer asustó a millones de personas (entre ellas a algunas de las que seguramente irían a mi show) y provocó una especie de toque de queda en Manhattan.

La mañana en que, según la televisión, el huracán estaba dando durísimo en la isla me pareció que el clima no estaba tan mal y se me antojó  salir a caminar. Recordé que con ese acto violaba las indicaciones del alcalde Bloomberg pero me dije: “carajo, si no le hago caso a Ebrard en el DF, me vería muy mal cuadrándome ante este señor acá en Nueva York”.

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Salí  a una ciudad desierta, como la de la película El abogado del Diablo, mientras el viento arrojaba basura sobre mí. ¿Por qué tanta basura? Quizás el personal del servicio de limpia también tuvo miedo del huracán, o ellos sí acataron la orden de Bloomberg. La basura de Nueva York reinaba en las banquetas como en las mejores esquinas de la colonia Anáhuac y gracias a ello mi síndrome del Jamaicón disminuyó cualitativamente.

Pasaba frente a algunas tiendas exclusivas de ropa y zapatos en la quinta avenida cuando descubrí en una de ellas un objeto que me causó una profunda conmoción. Eran un par de zapatos negros al centro del aparador, con un precio a su lado cuya cantidad me resultó indescifrable pero imposible. Unos zapatos de lujo, no para cualquier simple pisabanquetas: zapatos diseñados para un CEO y de ahí para arriba. Unos zapatos perfectos.

¿Qué era lo peculiar de estos zapatos? Un detalle que me cuesta trabajo adjetivar. En cada suela de tan magnífico calzado estaba estampada una imagen perfectamente impresa de “El Nacimiento de Venus” de Sandro Botticelli (que ni se llamaba Sandro ni se apellidaba Botticelli),  ese cuadro maravilloso ubicado en la galería Uffizi, en Florencia, pintado a finales del siglo XV.

Si me hubiera encontrado los zapatos en el Museo de Arte Moderno tal vez habría celebrado su belleza conceptual, pero los encontré en una tienda exclusiva a disposición de un comprador anónimo y millonario cuyo amor por el arte sería tan paradigmático (si es que este comprador existe o existirá) que se va a comprar unos zapatos porque ama a la Venus de Botticelli, pero a la vez ese amor no le impide colocar una de las obras maestras de la pintura bajo sus pies y pisar sobre la imagen que es, además -¡atención feministas!-, una mujer.

Quien compre esos zapatos los escogerá porque ama aquello que ha decidido pisar. ¿No les parece que en esos zapatos se encuentra el enigma entero de nuestro paso por el mundo? ¿No les parece extraño que Venus, la diosa de la belleza y el amor, emerja de la suela de un zapato que emerge de un aparador en la Quinta Avenida, que emerge de una ciudad paralizada por el miedo a un huracán con nombre de mujer?

Lo que el recorte de la suela del zapato no deja ver del cuadro original de Botticelli es a los dioses alados que soplan y soplan de un lado para hacer que la concha donde viaja Venus llegue a la playa, ni tampoco se ve a la ninfa que espera a la diosa para cubrirla con el manto de misterio que cubre a la belleza y al amor, aunque se encuentre bajo la suela de un zapato.

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