El escritor argentino obtuvo el Premio Alfaguara de Novela 2012 con una historia de la dictadura que no trata de versiones heroicas, sino de las reacciones de ciudadanos comunes cuando un episodio actual les recuerda los temores del pasado.
Por Adán Medellín Fotografías de Miguel Ángel Manrique
Tu novela regresa a la noche del secuestro de una ciudadana a manos de la dictadura. ¿Escribir este libro te representó una liberación de una historia que te dolía?
No, porque es una historia inventada. Lo que me representó fue una suerte de liberación no por la historia, sino porque liberé una manera de pensar sobre ese tiempo, una manera de verlo que no es la usual, y en el momento de haberlo hecho público y haberlo puesto en palabras, cuando los demás la vieron y la hicieron propia, se legitimó algo que estaba en secreto. Dejó de tener esa fuerza opresiva que puede tener un secreto.
Fue una denuncia de hechos conocidos que permanecían en silencio…
No una denuncia, porque no es mi intención, sino una puesta en palabras de ciertas experiencias que no eran las más usuales en este tipo de novelas, a pesar de que podamos cuestionar que ésta sea una novela de la dictadura. Pero incluso sobre esa época creo que enfoca hechos que no son los habituales. Enfoca la experiencia de los ciudadanos. Eso es lo que sorprende, no fue deliberado. Es una zona que no había sido tocada, la de los ciudadanos comunes, pero de lo que sí me cuidé fue de las versiones heroicas de los hechos. Todos los relatos que habían surgido de esa época tenían una vis épica y los comportamientos son todos de héroes. Y hay un montón de zonas grises de las que todavía falta hablar.
Tus personajes no son propiamente héroes, no se enmarcan en la valentía, sino que viven luchando con sus miedos. ¿Los pensaste así deliberadamente?
No fue deliberado. Enfoqué eso y la gente reaccionaba de esa manera. Lo que habría que cuestionar en todo caso es el concepto de valentía en abstracto. Primero, porque es una virtud dudosa. ¿Qué es ser valiente? A lo mejor es trabajar con los propios miedos, no es ir a enfrentarse. Pero quizá se requiere más valentía para enfrentar una contradicción propia que para matar a 44. Hay que relativizar la valentía según al servicio de qué, según su fin. Y depende de quién ostente ese valor. El narrador se culpa muchísimo por haber tenido miedo y creo que eso es algo muy enfermo: llamar cobardía al miedo. Y hay algo muy enfermo en una sociedad, por ejemplo durante esa época, que tenía comprensiblemente tanto miedo y se castiga por no haber actuado de otra manera.
La sensación de inseguridad que viven tus personajes a lo largo de tu novela también puede sentirse en otras partes del Continente. ¿El miedo se ha hecho un componente básico de la sociedad latinoamericana?
En Argentina puede ser. No me animo a hablar de otras sociedades… Mi novela está basada en un episodio real en que una banda de policías y expolicías asaltó una casa vecina con los mismos métodos de la dictadura. Me interesaba enfrentar a una clase (media, más o menos acomodada), que clama todo el tiempo que la única solución para la inseguridad es más policía, que de golpe, se ven frente a un asalto perpetrado por esos mismos policías. Pero la novela también cuestiona la propia noción de inseguridad. El reclamo siempre es al gobierno para que combata o acabe con la inseguridad. La inseguridad es un sentimiento. Sería mucho más sano o menos loco que acabe con el delito o con los delincuentes. Pero acabar con un sentimiento propio… creo que eso tiene que ver más con una clase que no puede ya estar segura con lo que es y con una imagen del mundo que debe cambiar en algún momento. Es curioso que después del asalto, estas personas sienten una especie de seguridad de que hayan sido policías y no pobres. ¿Entonces cuál es la verdadera inseguridad?: dejar de ser privilegiado.
¿Cuál consideras que era el motor de tu novela?
Lo que yo quise mostrar en la novela, lo que sorprende al personaje, es que precisamente después de todo lo que se ha hecho y se ha hablado todavía quede tanto en nosotros, llegamos a tanto en nuestras acciones, en nuestros miedos. A mí lo que me alucinaba de mi propia actitud, que es la de toda mi generación, era pensar: “tengo que llamar a alguien”. Pero yo no cuento con nadie. No hay una enorme oreja que te esté escuchando (ríe). Esas cosas eran el motor de la novela. El miedo, por un lado, que te impulsa de una manera animal. Y la hipótesis de que si vas al pasado puedes entender cosas que están pasando ahora.
Me pareció identificar un concepto de repetición que articula la novela…
Sí, la novela se llamaba “La repetición”, pero no me gustaba…
Es como si 30 años después de los primeros sucesos que pasan en la década del 70, la gente siguiera reaccionando con el mismo temor a la intimidación y a la vigilancia que tenían sobre ellos.
Sí, es muy interesante eso. Lo que me interesaba de la imagen del tipo tocando el piano, porque yo también lo toco desde chico, es darme cuenta que hasta hoy, que tengo 50, me basta sentarme en un piano y tocar la misma melodía sin necesidad de decirle a los dedos dónde ir. Y eso, a fuerza de repetir se aprende. Y me pareció un ejemplo de todas las conductas que uno llega a tener como absolutamente naturalizadas, pero a fuerza de aprenderlas te olvidas que las has aprendido. El primer día de mi secundaria fue el día del golpe. Y cuando terminó la dictadura yo estaba en 2º año de la facultad. Fue toda mi formación. Una antropóloga, Inés Vásquez, en Argentina, analizó a gente de mi generación. Y en ese artículo se exploraban los comportamientos que teníamos. En mi generación nadie sale sin documentos, y ahora los chicos jóvenes salen sin ellos. En aquel tiempo no se podía pasar por la acera de los edificios públicos, había que cruzar. Yo aún hago un esfuerzo para seguir en la misma acera…
En tu novela estás en la mente de un niño de doce años…
Sí, otra cosa que me fascinaba de escribirla era tratar de meterme en la mente de un chico de 12 años y ver qué sabía. Las respuestas son siempre que se sabía todo y todos sabían, o nadie sabía. Yo quería plantear qué era saber. Porque eso que acabo de contarte también es saber. Saber que si sales sin documentos, no eres nada, eres un desaparecido.
Leopoldo Brizuela, Una misma noche, Alfaguara, 276 páginas.