¿Quién mató a J. R.?

A los 81 años, víctima de cáncer, Larry Hagman dejó de existir. Apenas en mayo Playboy México sostuvo una entrevista con él en la que, pese a los estragos de la enfermedad, se le veía entero, sonriente y con deseos de exprimir a la vida hasta la última gota de felicidad.

Por Arturo J. Flores

@PlayboyMX

¿Puedo tomarme una foto con usted?, le pregunté. Usualmente y por culpa de un maestro de Teoría del discurso en la Universidad que hacía hincapié en su incorrección, no me gusta hablar de “usted” y prefiero romper el turrón sin miramientos; pero en el caso de Larry Hagman no pude evitarlo. El actor me miró desde el rascacielos de sus hombros, no a causa de un despliegue de altanería, sino como consecuencia de su descomunal estatura y me dijo, con el acento inconfundible de quienes nacieron en Texas y nunca se dejan ver en público sin sombrero.

“My pleasure”, dijo. Cuando me abrazó, se fijó en la calcomanía que la gente de relaciones públicas me había colocado en el pecho: “Oh, my god. Playboy?” Cool!”, añadió antes de sonreír para la cámara del fotógrafo.

A los periodistas que en el hotel Beverly Hilton de Los Ángeles se nos había convocado para las entrevistas con el elenco de Dallas, se nos advirtió que no hiciéramos preguntas acerca del estado de salud de Hagman.

Se rumoreaba que el actor padecía cáncer y aquello era lo que lo hacía parecer un poco más flaco que de costumbre, con las manos bastante manchadas y esa mirada inconfundible de quienes saben que llevan una bomba de tiempo en el cuerpo que puede explotar en cualquier momento.

Mi madre murió de cáncer. Conozco esos ojos porque me persiguen incluso en sueños.

Personalmente me emocionaba mucho la idea de platicar con el Mayor Antony Nelson en persona, dado que “Mi bella genio” había sido uno de los programas que me acompañaron en la niñez. Aún hoy, puedo recordar de memoria episodios enteros, como aquel en que después de varias temporadas de prevalecer una inocente tensión sexual entre el dueño de la botella y su rubia habitante, ambos consuman su amor.

Sin embargo, hay quienes recordaban mejor a Larry por su interpretación del malvado  J. R., magnate petrolero a quien le divertía hacer el mal a su propia familia y que, de acuerdo con lo que me cuenta mi padre, mantuvo en vilo al mundo entero cuando en un episodio le dispararon y en la cabeza popular rondaba la pregunta: “¿Quién mató a J. R.?”.

El encuentro con Larry se extendió por alrededor de media hora, en la que los convocados no paramos de reír. Yo era el único mexicano. Larry nos contó que invitó a cenar al elenco de Dallas a su condominio en Santa Monica previo a iniciar las grabaciones para que todos se conocieran más a fondo. Delante de los periodistas se burló de quienes pensaban que era tan malo como su personaje, dijo que le impresionaba la forma en que la tecnología había cambiado la forma de hacer televisión (“¡wow! ¡ahora las cámaras son mucho más pequeñas!”) y se dijo privilegiado de volver a la pantalla a sus 81 años.

Sólo él tenía la certeza de que estaba muriendo lentamente y sin embargo, no dejaba de sonreír. Tal vez estuviera actuando, pero lo disfrutaba. Es lo único que dio sentido a su vida.

Su vida fue la de un tipo al que la suerte le sonrió pero que, como otros grandes artistas, el manejo de sus emociones lo orilló a consumir alcohol y drogas al grado de que en 1992 le diagnosticaron una cirrosis que pudo librar gracias a un trasplante de hígado. Sin embargo, continuó bebiendo en secreto hasta desarrollar un cáncer que el 23 de noviembre pasado se lo habría de llevar de este mundo.

¿Quién mató a J. R.?

Por desgracia, él mismo.

Por fortuna, su imagen en la fotografía que le pedí no es únicamente la de un hombre enfermo, sino la de un tipo que pudo darse el lujo de hacer de ser actor hasta el último momento de su existencia.

Ahora, seguro, habita una botella en espera de ser abierta para cumplir un deseo. Si lo vuelvo a ver, ahora sí le hablaré de usted.