Los amigos se cuentan con los dedos de la mano. ¿Te has puesto a pensar cómo sería la vida sin esa pandilla que te acompaña a todos lados, en las buenas y en las malas? Facundo sí y por eso les escribe una sentida reflexión.
Por: Facundo
Ya es febrero, cualquier vestigio de la época navideña debe estar más que enterrado. Se acabaron los pretextos para llegar tarde, para gastar a lo pendejo y empedarse igual, o para ponerse sentimentales como en diciembre. Ya nadie se despide diciendo “Feliz Año”. La normalidad se impone. Pero la pasada Navidad me di cuenta de varias cosas, las cuales enumeraré para hacerlo más didáctico:
1) Santa es a toda madre porque aunque mis hijas se portaron de la chingada en el año, les trajo todo lo que le pidieron.
2) Prefiero el Santa Claus de Playboy, o sea, la rubia sabrosa chichona con tacones rojos y gorrito navideño, que el de Coca cola que es un panzón barbudo que además es un pinche marro que no trae ni madres más que problemas y desgracia económica a los papás. Y…
3) Tengo una parte cursi. Sí, la neta sí, hasta las lacras tenemos nuestro lado blandito, y no es el que piensan ustedes. ¿Cómo me di cuenta de esto? Se los voy a contar…
En esta época vi a un conocido que no tenía con quién pasar la navidad porque estaba peleado con su mamá, no tenía hermanos y su padre era una calaca. Así que me pregunté: ¿Qué pasaría si yo estuviera en ese caso? De entrada agradezco tener una familia con quién compartir: mi ascendencia y descendencia. Y es que cualquiera da por hecho que es muy normal tener familia para pasar la navidad, pero la realidad no es igual para todos.
Al principio me sorprendía (pero me he ido acostumbrando) darme cuenta de que hay un chingo de gente que, por alguna razón, no pasa ningún momento con su familia. ¿Cuántos güeyes conocemos que están peleados con sus papás o hermanos? Así que tener una familia con quien pasar la navidad, te puede parecer muy normal, pero para muchos es un lujo, un deseo, o peor aún, chance les vale madres. Pero además de la familia de sangre, también está la de la vida. Esa que vas haciendo día con día, de la que algunos miembros se van, pero otros quedan para siempre.
La frase: “Dime con quién andas y te diré quién eres” ilustra perfectamente lo que quiero explicar. Es fácil darse cuenta si alguien es culero cuando no tiene a ningún cuate de verdad. O de inmediato te percatas que alguien es chido porque tiene amigos de la infancia que siguen a su lado.
Puede sonar mamón, pero siento que algo muy chingón hice en esta vida para merecer la manada que tengo, o más bien a la que pertenezco. No es que alardee de tener un chingo de amigos, creo que mi núcleo real de carnales no pasa de 10. Seguramente tengo amigos de fiestas, del trabajo o de algún viaje, pero mi banda es la misma desde hace más de 15 años y sin joterías creo que lo único que nos podría separar sería la calaca. Y no es que todos sean iguales a mí o que estén en mi mismo pedo, es más, dentro de esos carnales tengo algunos que creo que si apenas los conociera hoy, no serían mis amigos: o por histéricos, o por mala copa, por mal quedados, por hipocondríacos o porque nunca los veo.
Pero hay tanto entre nosotros que estamos destinados a querernos para siempre. Nos unen tantas pedas, me han soportado tantas malacopas, hemos hecho tantos viajes y fumado tantos pedos mutuos, hemos compartido las mieles de tantas viejas, tenemos los mismos recuerdos de la escuela, las casas, las primas, más pedas, el primer coche, la primera vez que exploré la cueva carnosa del amor (que por cierto fui el penúltimo del grupo y en una de esas lo hice más por ellos que por ella), nuestra banda de rock (Liquits), el primer tatuaje que obvio fue el mismo para todos (el logotipo de nuestra banda), el primer beso, y aunque parezca exagerado, con uno de mis cuates casi nos toca dejar juntos el pañal.
Espero que también me toque ver cuando por “rucos anos guangos” regresemos a usarlo y al final e inevitablemente ver cómo tus carnales de la infancia se van yendo a la verga poco a poco. Por cierto zafo ser el primero y que el último apague la luz. Y cuando llegue ese día y a mi cuerpo no le quede más que alimentar gusanos, al infierno no me voy a llevar ni mi casa, ni mi coche, ni el Oscar que me voy a ganar en el 2018. Pero sí todos los momentos que me doblaron de la risa, todas las fotos que se tenían que mandar a revelar y las que nos mandamos por mail, o las que solo están en la memoria U-sesos-B, los momentos que son implaticables y los que platicamos millones de veces. Así que voy a tener un chingo de equipaje y eso me hace ser alguien poderoso, rico y feliz.
Poderoso: porque sé que tengo un chingo de gente a quién pedirle un paro, sabiendo que lo voy a tener, sea cual sea el problema.
Rico: porque puedo sumarlos a todos y el resultado es igual mío que de ellos.
Feliz: porque tengo un pinche ejército de güeyes cagadísimos con los que me zurro de risa.
Así que a todos los multimillonarios, a los más piches glamorosos actores, al más exitoso rockero, al futbolista más pinche crack de la historia, al galán más cogedor del mundo o cualquier güey que crea tenerlo todo, les digo con seguridad que si no tienen una tribu de verdad, valen verga.
Seguro que me la pasaría muy bien en un yate, o viajando en mi avión privado, o en una orgía en la mansión de Hugh Hefner. Pero si tuviera que elegir entre esa vida pero solo, o yo con mi tribu, echando unas chelas en un lote baldío con sólo una guitarra, seguro que escojo la segunda opción.
La neta, no creo que nadie pueda obtener toda su felicidad de un yate, o de un número en el banco, o de un récord en su pared o de 5 pichichis. Pero sí creo que se pueda obtener la felicidad estando rodeado de familia y amigos. La manada de búfalos se mueve a la velocidad de su elemento más lento, o sea que por más que haya varios que pueden ir en chinga, esperan a los pequeños y a los más viejos. Las abejas saben que cuando pican una vez será la última, pero de todas formas lo hacen por el bien de su especie.
Una hormiga vale madres, pero a ver quién chingados desafía un hormiguero. Y al final creo que con la tribu pasa igual.
Por lo tanto el algoritmo matemático de esta reflexión es la siguiente: La felicidad es directamente proporcional a la cantidad de gente que quieres y te quiere.
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