La hermana secreta de Catherine Deneuve

Si en la tierra de los ciegos el que tiene un ojo es rey, en la de la desmemoria cultural el que ha visto o leído dos o tres cosillas se corona emperador. Gracias a ello la mayoría de los lectores quedará deslumbrada cuando revele –voy a hacerlo ahora– que el título de esta entrega es una paráfrasis (hueca, lo reconozco, o huera… ¿güera?) de La hermana secreta de Angélica María de Luis Zapata, título más o menos clásico de la narrativa mexicana que sin embargo ya nadie menor de 50 recuerda. Gracias a ello es también que la gente piensa que sé mucho de cine cuando en realidad no hago sino apelar a películas y directores que cualquier cinéfilo medianamente solvente (de ésos que ya no hay) conoce. Así, diré que cuando menos a mis ojos conocer la obra de Jacques Demy debería ser parte de lo que en otros tiempos solía llamarse cultura general, pero que hoy –¡ay!– ha devenido cultura particularísima si no es que peculiar. ¡Carajo! Si es uno de los herederos directos más dilectos de la Nueva Ola francesa. ¡Chingao! Si es el marido de Agnès Varda –otra directora de la que ya pocos nos acordamos–, quien incluso le dedicara un entrañable documental post mortem, Jacquot de Nantes. ¡Coño! Si es el autor de Los paraguas de Cherburgo, cinta que no sólo constituyera un gran éxito de los 60 sino el lanzamiento de Catherine Deneuve (a ésa sí la tiene en mente la gente pero porque solía anunciar Chanel No. 5) y el homenaje más sentido y delirante posible a los musicales de la MGM (la productora que tiene por logotipo el leoncito, aclaro). Pues bien, a partir del éxito de Los paraguas, Demy filmó un segundo musical, titulado Les demoiselles de Rochefort, mitad dulce, mitad irónico, con un elenco multiestelar que incluye a Gene Kelly, a Catherine Deneuve y a la actriz que hoy me ocupa.
“¿Y ésa tan guapa quién es?”, pregunta mi mujer cuando le pongo la peli, y sé que no se refiere a Deneuve sino a quien la acompaña. “Françoise Dorléac”, respondo tras una pausa, haciéndome el interesante. “La hermana de Catherine Deneuve”.
Justamente impresionada –reconozco que ésta sí es una trivia digna, es decir oscura–, Eunice inquiere si hizo más películas. Sí. Con Polanski (Cul-de-sac). Con Truffaut (La piel suave). Con Ken Russell y Michael Caine (El cerebro de un billón de dólares, una de Harry Palmer). Con Belmondo (El hombre de Río). “¿Y por qué no es famosa?”. Otra pausa bien calculada: “Porque ya no es. Porque murió a los 25 en un accidente de coche”.
Eunice ha visto menos películas que yo pero es más inteligente. Tanto como para sentenciar mi argumento falaz, dado que James Dean hizo menos y murió a la misma edad, lo que no le impide ser ícono. Me evado entonces de la película –ya la vi– y me pierdo en una ensoñación dorléaquiana. Y no sólo en esos ojos –oscuros, grandes, profundos– y en esos pómulos –escultóricos–, en esa boca –dulce e impúdica– y en esa espalda –la más grácil desde Ginger Rogers, toda piel suave– sino en esos personajes. Putilla infiel, caprichosa y sádica para un Donald Pleasance emasculado. Azafata que vuela en las alas de deseo pero se ve anclada a tierra por su dignidad para un Jean Desailly cobarde. Espía que vino del frío, cubierta de visones (o, mejor, gloriosamente desnuda en un sauna finlandés), para un Karl Malden truculento. Y, ahora que regresan mis ojos a la pantalla, provinciana ingenua, muñeca de comedia musical que yace en brazos del exultante Gene Kelly en un eterno limbo blanco.
Ahora las hermanas hacen su numerito. Eunice, que nunca ha sido fan de Deneuve –la encuentra fría y sosa–, las observa entomológica. Y concluye: “La hermana es más hermosa. Tiene más gracia. Es más picante. Pero concedo que no puedo quitarle los ojos de encima a tu Deneuve. Algo tiene.”
Lo que tiene Catherine es calidad de estrella. Lo que tuvo su hermana secreta fue temple de actriz, capacidad camaleónica. Por eso la olvidamos. Por eso vale la pena hoy recordar a todas las mujeres que fue.