Domingo remolón. No es día para los grandes restaurantes. Así, mi mujer accede a un capricho mío: comer, como en tantas meriendas de mi infancia, en los Bisquets de Álvaro Obregón. No, qué remedio, en el original, pero lo cierto es que esta sucursal polanquense constituye un facsímil suficientemente fiel, si no de su decoración, sí de su espíritu: se trata, pues, de un merendero, con menú de merendero –comienzo con arroz con un huevo estrellado–, ambiente de merendero y, claro, clientela de merendero. Verbigracia esta familia que pide ya su cuenta en el gabinete contiguo, una madre y sus tres hijos: un ruidoso rapaz de gorra de beisbolista, un par de veinteañeras de rasgos perfectamente prescindibles, intercambiables. (Si acaso reparo en algo de ellas mientras están sentadas –mi vista parcialmente bloqueada por el espaldón de su reverenda madre– es en lo desafortunado de sus cortes de pelo.)
Se levantan por fin, y yo doy gracias al Señor en el que no creo. Primero porque al fin habremos de librarnos de su cháchara infernal –era ésta, en efecto, Mamá Gallina, pista de audio incluida– pero, no bien mi vista se extravía un momento, por un asunto todo otro: el espectáculo estremecedor que me ofrece una de las chicas al ponerse de pie. Estaba por comenzar esta frase con el verbo “vestir” pero lo cierto es que muy vestida no va: apenas si le cubre un rectángulo de tela blanca el torso, la pelvis otro de un género stretch verde perico, cuya brevedad deja asomar un tatuaje largo y ancho (e indescifrable) que cubre buena parte del muslo desnudo para perderse –es lo único que lleva cubierto– en la nalga. La imagen, de una vulgaridad insoportable (y, confieso, deliciosa), me deja en una suerte de trance: literalmente no puedo quitarle los ojos de encima. Tanto así que termino por reparar en sus formas y constatar que los hombros tienden a enjutos, que el escote nada promete, que no hay cintura (ni por tanto caderas), que las nalgas embutidas se dibujan bajo la falda como dos círculos planos, que las piernas –aun si perchadas sobre altísimos tacones de charol rosa bombón– son más bien parejas y, peor, varicosas. Cuando volteo el rostro, mi mujer me observa, con más azoro que reproche. “Ya sé que es horrenda”, balbuceo, “pero algo tiene que no puedo dejar de mirarla”. Se alza de hombros, ríe.
La escena sigue rondándome por horas. Concluyo, con no poco horror de mí mismo, que jamás olvidaré a esa chica. Lo que me lleva a evocar, sacrílego, a otra mujer, más diferente no cabe, que también llevaré siempre grabada en la mente. Tendría yo 13 años y vacacionaba en Honolulú con mi familia. Eran los tiempos en que Chanel había vuelto a ponerse de moda y mi madre se entregaba a la tentación consumista. En un salón que se soñaba aquel de la Rue Cambon pero se veía anclado a una realidad mucho más pedestre por la omnipresencia de turistas japoneses, de pronto mi hermano y yo vimos un ángel descender ya no del cielo sino de la curva escalera. Era alta, espigada, ataviada con la sencillez de las empleadas de la firma de Mademoiselle: vestido negro de cuello camisero blanco, manga larga y falda corta, que permitía atisbar una figura a un tiempo elegantísima y apetecible, los senos pequeños y exquisitamente formados, la cintura minúscula, las nalgas respingonas pero discretas, las piernas eternas, el todo coronado por un rostro de un albor níveo, con ojos dulces y almendrados, una naricita perfecta, labios rojos y carnosos y el cuello de Leda. Rubia, sí, pero no una güerita y menos una güerota: llevaba el cabello cortado como hombre, engominado en un gesto de androginia a un tiempo práctico y coqueto. Apenas si la vimos pasar, ocupada como estaba en llevar unos aretes a una clienta. Ni siquiera comentamos su belleza: lo más que pudimos fue intercambiar una mirada.
Busco lo que une a ambas, Aldonza y Dulcinea anónimas, y lo encuentro en el cine. Recuerdo un parlamento de Everett Sloane en esa oda a la memoria que es El ciudadano Kane: “Un día, allá por 1896, estaba yo cruzando hacia Jersey en el ferry y, al alejarnos del muelle, otro ferry se acercó. Sobre él iba una chica que aguardaba para bajar. Lucía un vestido blanco. Llevaba un parasol blanco. Sólo la vi un segundo y ella no me vio. Pero apostaría a que jamás ha pasado un mes sin que piense en ella.”
Una guarra, una hermosa, otra etérea, son la misma: la mujer que nos recuerda al hombre que no fuimos.
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