Durante las últimas dos semanas, los medios deportivos se han encargado de seguir exhaustivamente las incidencias del repechaje que enfrenta a México y Nueva Zelanda por un boleto mundialista. Dado el montón de incertidumbres antes del silbatazo inicial y la incógnita que representa la propia selección como equipo, las notas periodísticas se han regocijado en la inventiva más pura, preparando el partido desde la hipótesis y las supuestas variables que incidirán en el resultado.
Así, hemos visto y leído notas sobre los aspectos más variopintos de Nueva Zelanda: el rugby, la Haka, la ciudad de Wellington, el kilométrico viaje entre ambas sedes, las apuestas, también sobre el frente frío que cala este miércoles en territorio mexicano y que –dicen– les va mejor a los insulares que a los mexicanos, sobre las dudas del Piojo Herrera en la delantera y en la portería, y sobre la exigencia de heroísmo para que los mayores tomen el ejemplo de los menores de la sub17 y respondan con carácter en la cancha.
Buscando luz en una cobertura que adereza el partido hasta el hartazgo, recordé a uno de los escritores contemporáneos más entrañables y divertidos de México: Jorge Ibargüengoitia (1928-1983). El autor guanajuatense es uno de los más leídos y disfrutados por amateurs y especialistas en el país; sin ánimo de simplificar su vigencia narrativa, creo que ésta se sustenta en factores claros. Además de una prosa que enamora por su claridad, precisión y viveza, Ibargüegoitia poseía un sentido del humor negro, agudo, demoledor y crítico que denunciaba la hipocresía y los defectos de distintas figuras de autoridad: curas, generales, dictadores, burócratas, miembros del gobierno. Un humor que hace clic inmediato con el mexicano porque destruye la solemnidad y la historia oficial de sus poderosos con la picardía y el sarcasmo inmediato que algunos identifican como parte de nuestro carácter.
En sus divertidísimos artículos periodísticos publicados en Vuelta y Excélsior, Ibargüengoitia cargó también contra el cúmulo de desilusiones, tristezas, miserias y problemas que enfrentaba el citadino común de su tiempo: malos servicios, corrupción, eventos oficiales moleros, lambisconería y provincianismo oculto en un sentimiento de soberbia cosmopolita. Siendo fiel a su costumbre, creo que si Ibargüengoitia viviera, habría acopiado parte del gran número de notas absurdas que hemos visto en la prensa deportiva en estos días. Notas que hablan de la altura del pasto neozelandés o del clima como factores casi cósmicos en el desarrollo del partido y su resultado final.
El también dramaturgo aplicaba conocimiento y agudeza para analizar los problemas que detectaba en el país. Según lo describía su esposa, la pintora inglesa Joy Laville, el método de trabajo de Ibargüengoitia era lento, reflexivo y bien documentado. Escribía y reescribía sus novelas hasta la perfección, mataba y revivía personajes, cambiaba tramas, recopilaba apuntes sobre el proceso de la escritura de cada uno de sus proyectos narrativos.
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En uno de sus artículos periodísticos, “Lecciones de historia patria”, tomando como pretexto la visita de un pintor francés, el guanajuatense se preguntaba si los mexicanos habíamos conservado nuestra alegría aunque nuestra historia patria fuera “triste”: según las enseñanzas escolares, proveníamos de un glorioso pasado indígena barrido por la conquista española, la pérdida de territorios y el deplorable estado de la política y la economía nacionales. Básicamente, la de México era una historia que empezaba bien, seguía regular y después, era un compendio de desgracias, malas decisiones, derrotas e infortunios.
La reflexión de Ibargüengoitia resume sin querer el año futbolístico nacional y las participaciones de México en los Mundiales. Amigos y periodistas se han hecho la pregunta: si se salva el escollo neozelandés, ¿para qué queremos ir a Mundial? ¿A pasar la primera fase? ¿A alcanzar un quinto partido? ¿A pasar lista? ¿Será que, aplicando la idea del pintor francés de Ibargüengoitia, nos hemos aferrado a conservar la alegría de la Copa del Mundo, a pesar de ese montón de episodios funestos y reales que nos alcanza en este torneo cada cuatro años?
Ibargüengoitia escribió una vez: “Supongamos que (…) se conmemora a un general al que después de una larguísima carrera opaca, le tocó perder gloriosamente una de las batallas decisivas en la historia de nuestra patria. ¿Qué hacer? Desde luego inventarle una frase célebre, que ponga de manifiesto la entereza de su ánimo ante la derrota total. Algo así como “nos pegaron, pero no nos vencieron”, “mañana será otro día”; o bien una frase que contenga la evidencia de que nuestro héroe no fue responsable de la derrota (…). Por ejemplo, inventar algo que supuestamente el conmemorado dijo al enemigo al deponer las armas:
–Si la caballería no anduviera por las Lomas, estarían ustedes corriendo como conejos.”