Siempre me ha fascinado la historia de Manuel Francisco Dos Santos Garrincha (Magé, Río de Janeiro; 28 de octubre de 1933- Río de Janeiro; 20 de enero de 1983). Tenía la pierna derecha seis centímetros más larga que la otra, la columna vertebral torcida y además era un fumador desde los diez años que luego desarrolló problemas de alcoholismo. Padre de 14 hijos, casi sobra decir que le encantaban las mujeres. Lo apodaron así por un ave oriunda del Mato Grosso en Brasil, un pájaro pequeño, humilde, pardusco, que muchos desprecian por feo. Pero mientras Garrincha era un cojo y tenía una vida turbulenta en las calles, era un Dios dentro del campo de futbol.
Garrincha se quitaba a los rivales con una facilidad asombrosa. A veces pisaba el balón, regresaba, encaraba a los mismos defensas y volvía a driblarlos. Aunque todos conocían sus fintas, no lograban despojarlo del balón. Dicen quienes lo vieron jugar, entre ellos el mítico Rivelino, que era mejor que Pelé o Alfredo Di Stefano, porque además de sus condiciones técnicas, era un tipo sencillo, desprendido en sus bienes, cercano a la gente y murió enfermo y empobrecido luego de haber ganado las Copas del Mundo en 1958 y 1962. Mané no había cumplido 50 años de edad. Su epitafio lo llamaba La Alegría del pueblo.
En Brasil lo lloraron, los viejos lo extrañan, pero la casa donde Garrincha expiró no es un museo ni tiene una placa en su honor: es un negocio de pilates. En los videos que uno encuentra en la red, Garrincha es el regateador clásico y egoísta con la pelota quieta y al pie, que gira, baila, corre pegado al extremo y tiene un romance ensimismado y eterno con el balón. Pese a las distrofias físicas, el hombre flota con una gracia peculiar, la de aquellos tocados por el genio.
Charles Baudelaire, uno de los escritores fundacionales de la poesía moderna, escribió sobre lo mismo en su conocido poema “El albatros”, que comparaba a los poetas con estas aves marinas. Eran ágiles y magníficos en el aire y durante sus fantasías creativas. Pero las largas alas que los volvían majestuosos, les impedían desplazarse bien cuando intentaban caminar sobre sus patas. Entonces eran fáciles de atrapar, torpes, grotescos. Arrojados a la tierra y a lo cotidiano, los albatros (como los poetas, como Garrincha fuera del campo, desde mi lectura indisciplinada) perdían el vuelo, la libertad, y eran objeto de burlas, heridas, errores. Garrincha regateador, Garrincha poeta, Garrincha albatros.
Usando una expresión muy futbolera y jugando al efecto que adquiere el balón cuando un talentoso le pega de tres dedos, los mismos con que mi mano escribe o que teclean torpemente en la computadora, trataré de reunir en esta columna tres de los temas que más me apasionan. Con un golpe de efecto, a veces potente, otras sutil, siempre con una pizca de trayectoria inesperada, compartiré con ustedes el deporte, la literatura y los viajes extraordinarios o cotidianos. Será un triángulo misterioso, encaprichado, y ni yo mismo sé cómo terminará. Lo que importa es que, tras la comba furiosa, desde la pierna corta de Garrincha hasta un poema de Baudelaire, logre dar en el blanco.