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#CotidianoExtraordinario: ¡Pinche musa!

Por: Jafet Gallardo 05 Jun 2018
La historia que relataré a continuación es completamente verídica. Se han omitido los nombres reales de los protagonistas para salvaguardar […]
#CotidianoExtraordinario: ¡Pinche musa!
La historia que relataré a continuación es completamente verídica. Se han omitido los nombres reales de los protagonistas para salvaguardar su identidad (y evitar posibles demandas). Quedan advertidos.
 
Mi amigo Gumaro (nombre ficticio, por supuesto) es escritor. Ha ganado un par de importantes premios literarios (que no mencionaré para no dar pistas) y dedica un promedio de ocho horas diarias y furibundas a su oficio. Escribe en internet, en periódicos, revistas, servilletas e incluso en el papel estraza donde le envuelven las tortillas, y por supuesto, no desmerece por ello su escritura.
 
Vive de escribir, cosa por demás difícil en un país donde las encuestas dicen que no leemos; comenzó muy pronto y no ha parado de deleitarnos con su desbordada imaginación. Siempre tiene opiniones precisas y las defiende como un verdadero tigre.
 
Su carrera siempre fue en meteórico ascenso. De muy joven fue considerado como “el niño terrible” de las letras mexicanas y conforme iba madurando, encontró un estilo avasallador y sincero que lo llenó de fieles lectores que disfrutan enormemente con su talento.
 
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Hace unos diez años me llamó por teléfono a una hora inhóspita de la madrugada, en la que yo por supuesto estaba profundamente dormido. Se le oía desesperado.
 
—¡Me dio, carnal, me dio!—  Decía sollozando al otro lado de la línea.
 
En mi cabeza aparecieron un remolino de enfermedades venéreas, males congénitos, depresiones extrañas, golpes recibidos traicioneramente…
 
—Tranquilo compa. ¿Qué te dio?— le dije mientras encendía un cigarrillo en las tinieblas.
 
Estaba borracho. Balbuceaba mientras me lo confesó. Comencé a temblar. Pensé que no era tan grave.
 
“El síndrome de la página en blanco” ataca a los escritores profesionales de tanto en tanto. Se quedan frente a la cuartilla (ahora la computadora) inmóviles, sin saber que poner. Incluso ha matado a algunos, no es una broma.
 
Es ese momento en que la inspiración te abandona y no hay forma de remediarlo. Sólo el tiempo lo cura. Quise ayudarlo. Le recomendé que buscara una musa y colgué, asustado (eso se pega, como se pega el chancro). Todos dicen que las musas mitológicas son las que pueden sacarte del desastre y el único remedio para el mal.
 
No supe nada de él en semanas. Alguien me contó que andaba en busca de la musa. Incluso que revisó en la Sección Amarilla sin resultados aparentes.
Nos vimos en un café tiempo después. Parecía un vagabundo de película. La barba estaba crecida, no se había bañado en largo tiempo. La mugre se había acumulado en sus uñas y orejas. No tenía dinero.
 
Con ojos rojos y vidriosos me pidió prestada una lana. Se la di. A cualquiera le puede pasar. Me dijo que se iba a Catemaco, porque alguien le contó que los famosos brujos de la zona rentaban musas de segunda. Creo que estaba enloqueciendo.
 
Seis meses después era otro. Le regresó, como por arte de magia ese don maravilloso que lo había hecho famoso. Me dio un cheque. Olía a colonia y usaba un ridículo gazné.
 
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Encontró a la musa en la estación de camiones. La detuvo justo cuando ella iba a subirse, flotando, a un camión rumbo a Tijuana. De rodillas (ante el asombro de dos señoras que hacían tlacoyos y un vendedor foráneo de aspiradoras) le rogó que se fuera con él. Parece que fue todo un numerito vergonzoso. Pero logró convencerla (vaya usted a saber que le prometió) de irse con él y no con el escritor de novelas sobre el narco en la frontera que ya había apalabrado su compañía.
 
El siguiente año fue, como dicen los escritores, fecundo y magnífico. Escribió dos libros de cuentos, decenas de colaboraciones para periódico, seis o siete ponencias magistrales y una plaquette de poesía. Yo vi a la musa una vez, cuando Gumaro me invitó a tomar una chela. Era guapísima, vaporosa, sutil. Volaba por encima de mi amigo y de vez en cuando le tocaba, grácilmente, con dos dedos la cabeza. Y él, se levantaba de donde estuviera y se ponía a escribir frenéticamente.
 
Pero… La vida es cruel, como todo el mundo sabe. Ella se volvió cada vez más exigente. Quería ir de vacaciones a Montecarlo y no como siempre a Taxco. Pedía a gritos champaña francesa y perfumes de marca. Se gastaba dinerales en las boutiques y bebía como loca en los bares de la Condesa. Cada vez tocaba menos a Gumaro en la cabeza.
 
Pero él, para pagar las exorbitantes cuentas de su musa, seguía escribiendo, más y más, con mayor ahínco. Y lo hacía como siempre, espléndidamente.
 
Inevitablemente, esa relación tronó como ejote. No hay quien pueda soportar los gastos de una musa de primera; por eso, el resto de los que escribimos nos conformamos con que vengan a vernos de vez en cuando (y siempre traen encendido el taxímetro).
 
—¡Pinche musa!— Me dijo Gumaro hace poco. –Sigo pagando las facturas de la clínica de rehabilitación. Y ya me voy porque tengo que escribir…
 
No lo he vuelto a ver, pero lo leo. 
 

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Jafet Gallardo Digital Editor Periodista de formación. Creador de contenidos, analista, especialista en viajes, entretenimiento y estilo de vida.
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