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Celebramos a Vicente Leñero con un capítulo de “Más gente así”

Escrito por:Jafet Gallardo
Guerra santa
 
Este relato de la vida real, como suelen llamarlos, deriva de un reportaje que Jorge Durand publicó el domingo ocho de septiembre de 2002 en el suplemento Masiosare del diario La Jornada. Durante algún tiempo traté de convertirlo en guión cinematográfico, luego de la autorización de Durand, pero ningún director ni productor se interesaron en filmarlo. Ahora es un simple cuento con algunos nombres propios alterados.
 
Aunque no era sacerdote católico sino ministro metodista, Frank Alexander solía recordar la historia del Cura de Ars. Se la contó en Harrisburg, Pensilvania, cuando él era adolescente, su tía Emmy, la única católica de la familia de su madre. Y le impactó después, mucho después.
 
Según la tía Emmy, Juan María Vianney —que así se llamaba el Cura de Ars— hizo sufrir horriblemente a sus maestros de teología del seminario de Lyon. Tonto, cerrado de entendederas, de escasa memoria, reprobó varias veces teología uno y teología dos y no podía con la patrística ni con la dogmática. Pero era empeñoso, buena gente, tanto que decidieron concederle la ordenación. El mal menor: lo enviaron como párroco a un pueblucho olvidado de la diócesis de Lyon donde no haría daño. El infeliz se encontró con un templo derruido y un puñado de campesinos y ancianos que poco querían saber de la palabra de Dios. Fue durísimo para Vianney iniciar en esas condiciones tan adversas su tarea apostólica. Lo consiguió con energía, con mucha fe sobre todo a punta de sermones incendiarios, de confesiones que operaban milagros o gestos de caridad extrema que terminaron convirtiendo a la aldea de Ars en un centro religioso celebérrimo en la Francia de los albores del siglo diecinueve.
 
Precisamente como aquel Cura de Ars se sintió Frank Alexander cuando en los años cincuenta del siglo veinte fue enviado por la iglesia metodista de Pensilvania al poblado de Lopezville, Texas.
 
Él no se encontró con un templo en ruinas sino con una construcción flamante, bien plantada, limpia, se diría que elegante. Tenía una torre esbelta como nariz rectangular, techo de dos aguas y ventanas ojivales. El templo se veía amplio y cómodo; el problema eran los pobladores del lugar: la mayoría braceros o exbraceros mexicanos de segunda generación asentados en esas tierras por el cultivo del algodón; tibios practicantes de una religión ancestral plagada como panal de abejas de santos milagrosos. El resto de los habitantes de Lopezville eran texanos de nacimiento con superficiales creencias evangelistas, bautistas, presbiterianas, metodistas, incluso algunos se decían católicos conversos, pero las estadísticas los registraban como minoría.
 
Qué voy a hacer aquí —pensaba Frank Alexander igual a como se habría preguntado el Cura de Ars ante su aldea francesa—, con esta escasa feligresía, con esta competencia religiosa tan desigual.
 
Lo mismo que Vianney, él se sentía flaco de entendederas, con una fe recién asimilada en su corazón y con un celo sin el temple del reverendo John Wedley, fundador del movimiento metodista en los primeros años del siglo dieciocho. Frank venía de la segunda guerra mundial. Había combatido en el frente del Pacífico como piloto de caza. En una peligrosa operación estuvo a punto de morir cuando un kamikaze se lanzó contra su avión. El kamikaze se hizo papilla. Él salió ileso. Lo recogieron sus compañeros colgando milagrosamente de un árbol. Entonces juró ahí mismo, en el campo de batalla, que al término de la guerra abrazaría la fe de su padre, de su madre, de sus hermanos, la que había perdido en la juventud por andar jugándose la vida como aviador. Entraría de inmediato en el instituto metodista de Pensilvania.
 
Así se hizo pastor de almas y así se encontraba ahora empapado de sudor en ese pueblo apestoso cercano a la frontera de México.
 
Qué voy a hacer aquí, my God.
 
Lo primero que se le ocurrió —recordando un sermón del reverendo Mathias Gring, quien empezaba a difundir la idea de un ecumenismo religioso capaz de reconciliar algún día a todas las iglesias cristianas surgidas del evangelio— fue a visitar a su principal opositor, párroco de San Juan Bautista, el único templo católico del lugar. Era español. Se llamaba José María Azcona, enteco como Harold Lloyd, narigón, a punto de la calvicie.
 
La casa cural se hallaba adosada a un templo que desde años atrás no se había terminado de construir. Lo único concluido era la nave central, con vitrales rotos, bancas desvencija- das en su mayoría, candelabros con focos fundidos e imágenes de estuco y cuadros religiosos distribuidos por los muros descarapelados, en desorden: un San José por ahí, un Sagrado Co- razón por allá, una santa que nadie sabía quién era, la Virgen de Fátima de rostro lánguido como apesadumbrado por el desbarajuste. Detrás del altar, en el mero centro del presbiterio: San Juan Bautista de cuerpo entero, a quien estaba consagrado el templo.
 
Frank Alexander fue recibido por Azcona con ese gesto agrio, de enojón consuetudinario que le conocían sus feligreses. Cuando el reverendo metodista empezó identificándose como el nuevo pastor del templo vecino, Azcona lo interrumpió. Se levantó de la silla del comedor masticando aún el último bocado de un plato con residuos de salsa verde y giró hacia el recién llegado:
 
—No me diga más, ya sé quién es. Y no imagine que le voy a dar la bienvenida, ¿eh? La grey de este pueblo es católica, exclusivamente católica, ¿me oye?
 
—Sólo vine a presentarme con espíritu ecuménico —balbuceó Frank en un español aprendido, bien aprendido, en una academia del Coronet Hall antes de viajar a Texas—. Si le molesta que venga a saludarlo…
 
—Está bien, está bien —reculó Azcona—, tome asien- to. Es una simple advertencia.
Frank dudó entre aceptar o permanecer de pie. Decidió sentarse.
 
—¿Quiere una copa de tinto? —ofreció Azcona señalando la botella mediada que tenía enfrente.
 
—No bebo, thanks.
 
La mirada tierna y las mejillas sonrosadas parecieron suavizar al cura español. Sin embargo fue directo al grano y se puso a despotricar contra el anglicanismo —al que trató de reformar el metodismo—, fundado por ese gordo libidinoso de Enrique Octavo que mató a Tomás Moro para poder tirarse a una puta. También contra el protestantismo de Lutero, cuyas derivaciones provocaron ese hormiguero de sectas, todas heréticas, utilizadas ahora por los yanquis para invadir a México culturalmente.
 
—Pero estamos en Estados Unidos —protestó Frank con suavidad—. Esto es Texas.
 
—Esto sigue siendo México, reverendo. La inmigración ha reconquistado a Dios gracias las tierras de la Nueva España. Frank lo dejó hablar un rato más. Oprimió los labios para contener su ira creciente, hasta que Azcona reconoció la escasa religiosidad auténtica de estos campesinos muertos de hambre y fanáticos.
 
—El fanatismo puede ser la semilla para alcanzar una fe genuina —dijo Frank repitiendo una frase del reverendo John Wedley. No pareció escucharlo el cura español. Continuó con su idea:
 
—Y ése es el principal problema, no sólo para mí, también para usted.
 
—Le rogaré a Dios que no lo sea.
 
—Su antecesor, por ejemplo, ese zotaco de míster Hamilton, salió de aquí despavorido por la fuerza del catolicismo. No logró mover a las almas como yo. No lo suficiente aún, por desgracia, pero le garantizo que los domingos tengo el doble… qué digo el doble, el triple o el cuádruple de los que Hamilton lograba reunir al mes en su templo, muy nice como ustedes dicen, pero siempre vacío.
 
????????????????????????????????-Eso significa…
 
—Eso significa que somos enemigos, reverendo. Y que yo tengo el poder —levantó el índice— de excomulgar a todos los que pongan un pie en su territorio.
 
Esa noche, en su aséptico lecho metodista, Frank Alexander sufrió una crisis de insomnio provocado por la ira. Ése era su principal defecto: la iracundia. La padeció desde la infancia y se le agravó durante el frente del Pacífico. Se valía de ella trepado en su nave disparando contra la aviación enemiga. Ahora Azcona le había declarado la guerra y se lo imaginaba durante la duermevela con los ojillos rasgados de un japonés al que trituraba su ametralladora. Pelearé con las armas de mi religión, se decía, y el fucking catholic priest se arrepentirá de sus bravatas. God forgive me.
 
Ocupó un par de semanas en preparar su ataque. Con su asistente Tomy, que había trabajado para el cobarde Hamilton, elaboró un plan a largo plazo. Primero mandó imprimir y repartir con Tomy, casa por casa, volantes de presentación en los que incluía un mensaje ecuménico y anunciaba la reanudación de los oficios dominicales cuyos sermones serían, secreta- mente, trozos memorizados de los célebres sermones del fundador metodista con su cantaleta: Dios nos salva únicamente por la fe.
 
Visitó después a los correligionarios más fieles inscritos en el directorio personal de Hamilton. Éstos celebraron alegres la presencia de Frank en Lopezville, censuraron a Hamilton por su pereza apostólica y su cobardía ante Azcona y prometieron hacer una labor proselitista en el pueblo y sus alrededores, incluso entre campesinos católicos que empezaban a simpatizar con esta fe más abierta, más amorosa, menos hipócrita, decían.
 
Aunque no lo ayudó activamente, Frank recibía consejos prácticos del agnóstico Jack Arden en el hangar de McAllen. Jack alquilaba aviones en el aeropuerto para la fumigación y tenía una mujer metodista que, según la insidia de Tomy, mantuvo amores secretos con el reverendo Hamilton.
 
 
Dos matrimonios veteranos, el de los Greene James y el de los Smith, se encargaron de revitalizar el coro religioso encabezado por Anny Hunt —una pizpireta mujer de color— y el chicano Pedrito Mora. A ese grupo se sumó media docena de chicas texanas y mexicanas y un chiquillo de doce años de voz de canario, Alex Bolton, quien se convertiría tanto en acólito como en oveja predilecta de Frank Alexander.
 
La empresa más exitosa del pastor metodista, gracias a las aportaciones que consiguió de sus superiores luego de un viaje a Pensilvania, fue la de sufragar gastos para ofrecer a los pobladores —así lo consigna Jorge Durand en su reportaje— desayunos gratis, préstamos a fondo perdido, ropa outlet para quienes asistían a los servicios dominicales.
 
Compuso también el badajo roto de la campana. Adquirió un equipo de música General Electric con el que grabó los himnos del coro que eran transmitidos por altoparlantes en el exterior del templo.
 
La feligresía fue en aumento mes a mes, lo que irritó desde luego a José María Azcona. Una tarde se apareció en el templo metodista hecho un polvorín.
 
—¡Me está jugando sucio, cabrón! —le gritó a Alexander cuando éste, arrodillado en el reclinatorio central, fingía orar; en realidad memorizaba un sermón del reverendo Wedley.
Alexander se desconcentró al escuchar la irrupción sacrílega. Se puso de pie pausadamente.
 
—Qué bueno verlo aquí en nuestra santa casa —fingió con voz de santo.
 
—¡No se haga pendejo! —volvió a gritar Azcona—. Con ese maldito dinero que ustedes derrochan porque sí, claro, son millonarios, pueden darse el lujo de repartirlo como frijoles… con ese dinero están pervirtiendo a mis fieles como a suripantas.
 
—No estoy pervirtiendo a nadie, señor cura —sonrió irónicamente Alexander—. Trato de acercarlos a Dios, de ayudar a los pobres de nuestra comunidad, de multiplicar los panes y los peces como nuestro señor Jesucristo.
 
—¡No blasfeme, carajo! ¿Sabe lo que dice Papini del dinero? ¿Usted ha leído a Papini?
 
—Yo sólo leo el evangelio y los sermones del reverendo Wedley.
 
—Papini dice, y dice muy bien, que el dinero es el ex- cremento del demonio. ¿Entiende eso? ¡El excremento!, ¡la caca!
 
—Cálmese, señor cura, estamos en un lugar sagrado. 
 
—¡Sagrados sus huevos que le voy a patear ahora mismo! 
 
—Ahora es usted el que blasfema aquí, por favor, ante el altar de Dios.
 
—Pues aténgase entonces a las consecuencias, hijo de su chingada madre —gritó por última vez José María Azcona. Se dio la vuelta y abandonó el templo a grandes zancadas. Ya no escuchó la risa de Alexander ni el fuck! que pronunció muy por lo bajo, como si hubiera disparado en la playa contra un maldito hijo del sol naciente.
 
El que hervía de iracundia aquella noche calurosa era esta vez el padre Azcona. Si no se la pasó insomne fue porque se bebió media botella del whisky que le regaló el obispo de Texas en su cumpleaños.
 
Al día siguiente, Azcona elaboró como respuesta su propio plan de ataque.
 
Consistió, en lo esencial, en aproximarse a sus fieles: visitar a las familias en sus casas, atender y confesar sin regaños a las beatas que se amontonaban frente al confesionario, escuchar los problemas de los inmigrantes recién llegados, ocultarlos de la migra. Decidió también asistir con más frecuencia a la cantina del pueblo, donde jugaba dominó y pagaba los tragos. Se fingió simpático al grado de que empezaron a llamarlo por su nombre de cariño: padre Chema.
 
A pesar de su escaso presupuesto, proveniente en un cincuenta por ciento de las limosnas y la celebración de bautizos, bodas y extremaunciones, organizó rifas no tan espectaculares como las de Frank Alexander pero muy celebradas por las mujeres. Reanudó desde luego el catecismo de las tardes auxiliado por doña Prudencia, una mujer hablantina con fama de chismosa, que acababa de vivir un milagro, decía.
 
Doña Prudencia era originaria de Jalisco y muy devota de la Virgen de San Juan de los Lagos. De acuerdo con lo que contó al padre Chema, la semana anterior, durante un viaje a México amparada por el plan gubernamental Bienvenido Chicano, abordó con Jesús Villezcas un autobús rumbo a Guadalajara. Circulaban allá por Mil Cumbres cuando el camionzote repleto se salió de la carretera, en una curva mal tomada, y cayó al barranco. El vehículo estaba a punto ya de rebotar hacia un profundo voladero cuando ella, en lo que dura un Jesúsdiosmío, se encomendó a la virgencita de San Juan de los Lagos y casi todos los pasajeros salieron ilesos del accidente.
 
—Fue un milagro, un milagro de la Sanjuanera —exclamaba escandalosamente doña Prudencia. Tan convencida estaba de la celeste intervención que trajo a regalar al padre Azcona una estampa tamaño carta de la virgen, protegida por un marco dorado más bien cursi, para que la colgara en el templo.
 
Aunque el padre Chema no creía en milagros ni calificaba como tales sucesos fortuitos como ése, aceptó la colorida imagen para no contrariar a doña Prudencia —deseoso como estaba de congraciarse con su feligresía— y la colocó en un muro lateral, arriba de la alcancía para las limosnas.
 
—Ahí no, padrecito —protestó doña Prudencia cuando entró en la iglesia y vio su cuadro relegado—. La Sanjuanera debe estar en el altar mayor.
 
—En el altar ya tenemos a San Juan Bautista. Es el patrono del templo y del pueblo.
 
—Pero es maricón, no hace milagros —volvió a protestar doña Prudencia.
 
—Pues ahí debe estar y ahí se queda, sobre la alcancía —neceó el padre Chema, terco como el gallego que era.
 
Doña Prudencia se sometió de mala gana, no dijo más. Sin embargo descuidó el catecismo, el rezo público del rosario de las seis de la tarde, para dedicarse a divulgar por el pueblo el inmenso favor recibido de la Virgen de San Juan de los Lagos y para instar a los vecinos a pedirle milagros con mucha fe, con garantizada esperanza.
 
Fue entonces cuando la guerra santa planeada entre José María Azcona y Frank Alexander entró en una etapa de impensada acritud.
 
Porque mientras Alexander trataba de aumentar su clientela con más desayunos gratis —hasta con meriendas sabatinas—, con más reparto de ropas outlet, con más aleluyas musicales tronando a todas horas por los altoparlantes, los ca- tólicos fanáticos, por su parte, iban de corriendito, sí, a la misa dominical del padre Azcona, aunque en realidad se detenían a rezarle a la Sanjuanera y a depositar sus magras limosnas en la alcancía. Tales limosnas se acrecentaron considerablemente cuando ocurrieron un par de milagros más: un niño que se cayó al pozo sin sufrir magulladuras y una gringa, justamente la es- posa de Greene James, el ferviente metodista, quien le rezó a la Sanjuanera en secreto y a la vuelta de una semana se le desapareció de repente un tumor maligno incrustado por años en su seno izquierdo.
 
No tanto porque Azcona empezara a creer en milagros, sino por pura conveniencia en su guerra santa contra el reverendo metodista, el cura católico planeó con doña Prudencia traer de San Juan de los Lagos una réplica exacta de la venerada virgen jalisciense. La misma doña Prudencia acompañada por Javier Villezcas, beneficiario también del milagro del camión desbarrancado, emprendieron el viaje hasta el santuario siempre repleto de peregrinos, y en una de las numerosas tiendas religiosas del lugar adquirieron una imagen de bulto, de idéntico tamaño a la original, de la que sería la nueva patrona de Lopez- ville. Todo lo costeó el padre Azcona.
 
Para su entronización, Azcona invitó a monseñor Fitzpatrick, obispo de la diócesis de Texas, a oficiar en la solemne ceremonia. No obtuvo una respuesta afirmativa inmediata. Monseñor Fitzpatrick mandó decir que well well, tal vez participaría si se trataba de una devoción popular verdaderamente firme, ya se vería en el otoño, quizá.
 
En ese entonces sumaban varias semanas en que la iracundia había sido sustituida por la depresión en el ánimo de Frank Alexander.
 
Ni la lectura de los sermones y las meditaciones del reverendo Wedley, ni los aleluyas del coro de la negrita Anny Hunt —cada semana con menos cantores pero todavía con Alex Bolton, el de la voz de canario— aliviaban su profunda tristeza. El único consuelo, si acaso, se lo proporcionaba ir a McAllen en la troca que le prestaba Ronny Smith a visitar a su amigo Jack Arden, el de los aviones para la fumigación en los sembra- díos de Upper Valley.
 
Jack también había sido piloto de guerra y lo compren- día. Bebían café en su oficina para despistar el calorón del desierto. Conversaban largamente. Jack de su mujer casquivana. Frank de su iglesia en franco declive.
 
—¿Por qué te hiciste pastor? —le decía—. La religión es una patraña.
 
 
Frank le hablaba de su tía Emmy y de la historia del Cura de Ars. El Cura de Ars había sido católico, por desgracia, pero en su lucha contra el demonio que le incendiaba su cuarto, que le destruía sus muebles, que lo atosigaba con maldiciones, encontró un ejemplo a seguir porque Frank luchaba también contra el demonio de Azcona, peor que el mismísimo Lucifer.
 
—Pero Azcona te venció, acéptalo. Haz de lado tu religión, Frank. Vente a trabajar conmigo o regresa a Pensilvania a conseguir un empleo de piloto.
 
—No —se resistía Frank—. Todavía no.
 
Luego de la plática consuetudinaria con Jack, éste le permitía montarse en uno de sus aviones, un monomotor Piper Cherokee, y el reverendo se lanzaba a volar por el valle recordando sus tiempos de piloto de guerra. Se sentía entonces más cerca de Dios. Era un poco como Dios asomándose desde las alturas a ese mundo de juguete que eran las casas, los árboles, los inmensos plantíos de algodón. Desde ahí oraba haciéndole preguntas al Supremo. Qué quieres de mí, Señor. Qué debo hacer para cumplir tu voluntad en este pueblo infame y caluroso.
 
Así pasaron dos meses, cuatro meses, seis meses.
 
Un mediodía, cuando Frank regresó a su templo luego de su rutinaria sesión aérea, sus dos chamacos asistentes, Tomy y Alex Bolton, le soltaron a bocajarro dos noticias apremiantes.
 
La primera: que gracias a las aportaciones del obispo de Texas habían puesto por fin la última piedra de la torre que corona la iglesia del padre Chema.
 
—Eso ya lo sé —dijo Frank Alexander.
 
—Y subieron una gran campana, nuevecita, para llamar a misa —informó Alex Bolton.
 
—También ya lo sé.
 
La segunda: que el próximo domingo, no éste sino el siguiente, el veintitrés de octubre, llegaría a Lopezville el obispo de Texas para celebrar una misa en la entronización de la Virgen de San Juan de los Lagos como patrona del pueblo.
 
Frank inclinó la cabeza. Se encerró en su cuarto y no salió del templo hasta la víspera de esa ceremonia humillante. Era sábado y decidió realizar su propia ceremonia en honor del fundador de los metodistas que cumplía doscientos sesenta y siete años y cuatro meses de haber fundado su iglesia. Resultó muy deslucida, casi no fue nadie; sólo míster Greene sin su esposa, los Smith, la negrita Anny Hunt, Tomy y Alex Bolton, quien cantó a capela un himno primoroso que hizo llorar a Anny Hunt.
 
Ya se habían retirado los incondicionales, ya el reverendo se estaba despojando de su vestimenta talar cuando resonaron en el templo, como balazos, las pisadas firmes de José María Azcona.
 
El cuarto de los pecados capitales: la ira.
 
—¿Viene a burlarse de mí?
 
—Vengo a invitarlo a nuestra fiesta, en actitud ecuménica como usted quería. ¿Se acuerda que me habló de ecumenismo?
 
—Antes de que me declarara la guerra.
 
—Usted la perdió, debe reconocerlo.
 
—Dios no ha dicho aún su última palabra. 
 
—Nuestro Dios es el mismo, al fin de cuentas, Frank. Quien se ha pronunciado a favor de nuestro pueblo es la virgen santísima en la que usted no cree.
 
Frank terminó de doblar su encarnada capa pluvial.
 
—¿Sabe cuál es su problema, reverendo? Que su secta es una secta chafa, como dicen aquí. Trató de reformar el anglicanismo, también chafa, pero no reformó nada.
 
—Ahora no voy a discutir con usted.
 
—Lo que debería hacer, lo único que le ganaría su salvación, es renegar del metodismo y abrazar la fe evangélica de nuestra santa madre iglesia.
 
Frank lanzó por primera vez una risita irónica.
 
—¿Con ese papado espurio que pactó con los nazis? ¿Con esos curas libidinosos que tentalean a su acólitos?
 
—Está bien, no discutamos. Vine sólo a invitarlo a la fiesta de nuestra señora. ¿Ya se enteró de los milagros que está haciendo? Lleva quince. El pueblo, sus mismos compatriotas, le rezan con fervor.
 
—Gracias por la invitación. No puedo. Y aunque pudiera, no iría.
 
—Usted se lo pierde, Frank —y le tendió la mano que el reverendo no oprimió. Le volvió las espaldas y aguardó a que el papista desapareciera como solía desaparecer el demonio del Cura de Ars.
 
 
No durmió. El estallido de los cohetes y la música de un mariachi llegado de Monterrey blasfemaron durante horas. Cuando se levantó, abordó la troca de Ronny Smith. Quería estar lejos de la fiesta, de la prepotencia de ese cura que lo había vencido y de ese maldito obispo norteamericano traidor irredento de la fe protestante de Estados Unidos ligada siempre al país que ganó la guerra mundial y ahora se alzaba vencedor como el más potente del mundo. In God we trust.
 
A las once de la mañana llegó al aeropuerto de McAllen. Fue a buscar de inmediato a su amigo Jack. Por primera vez no lo encontró en su oficina del hangar. Uno de los mecánicos del negocio le informó que se había marchado con su esposa a Lopezville.
 
—¿A Lopezville?
 
—A la fiesta de esa virgen que todo mundo adora. 
 
—Pero si la mujer de Jack es metodista.
 
—Hablan mucho de sus milagros y tenían curiosidad.
 
Estaban muy entusiasmados.
 
Frank Alexander se mordió los labios. 
 
—¿Puedo usar el Piper Cherokee? —preguntó. 
 
—Desde luego, reverendo.
 
En el aire se sentiría mejor. Calmaría su iracundia. Hablaría con Dios; no con el Dios papista sino con el verdadero: el que reverdecía los campos de algodón cada primavera, el que dibujaba las nubes como montañas, el que hacía crecer los naranjos y dar frutos generosos, el que tal vez soplara una tormenta para castigar a ese pueblo como castigó a Sodoma y Gomorra por negarse a escuchar las palabras de Wedley sobre un Dios que nos salva únicamente por la fe, sin las obras, sin los mentirosos milagros de una virgen antievangélica.
 
Sobrevoló hacia el norte alejándose de Texas, pero viró de repente y se orientó hacia Lopezville. Descendió lo suficiente para observar el hormigueo de chicanos enfilados hacia el templo de Azcona mientras se volvían escuchar los cohetes, no eran cohetes, eran disparos y el hormigueo de fieles tomaba la forma de un ejército de japoneses a quienes era necesario fumigar como insectos perniciosos, nipones fanáticos, arañas, gusanos, ratas.
 
Fue una reacción repentina. Dirigió el Piper Cherokee hacia la torre recién terminada del templo papista con su campana tornando como cañón gigantesco al que era urgente abatir, y para abatirlo se lanzó en picada hasta estrellarse aparatosamente en la construcción mientras lanzaba un alarido que sólo él escuchó.
 
La noticia de un periódico texano, difundida luego en todo el mundo por la agencia UPI y consignada por Jorge Durand en su puntual reportaje, rezaba así: Un pequeño avión se estrelló hoy sobre el santuario católico de San Juan, provocando la huida de un centenar de fieles entre las ruinas humeantes del templo. En el desastre sólo murió Frank Alexander, el piloto. Y aunque el santuario ardió en llamas no hubo muertos ni heridos.
 
—Este fue el primer gran milagro de Nuestra Señora de San Juan de Lopezville —dijo el sacerdote José María Azcona durante la misa que ofreció al día siguiente por el alma de Frank Alexander.
 

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