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Ámsterdam, la zona no es tan roja como la pintan

Por: Alejandro Llantada 01 Mar 2021
Habíamos estado en Londres y de ahí fuimos en tren a París, no sin antes estar horas varados esperando a que despegaran de las vías los restos de un suicida.
Ámsterdam, la zona no es tan roja como la pintan

Burdeles, sex shops y las famosas vitrinas forman parte del imaginario holandés, bastante diferente a la experiencia de este arrojado escritor que visitó el distrito de tolerancia en compañía de su novia millennial.

Trágico es el deseo que se rompe con la desilusión, aunque cada desilusión puede convertirse en una auténtica aventura. A los 15 años me daban miedo la mariguana y las prostitutas, y aunque lo fui asimilando como posibilidad, el miedo nunca ha desaparecido… ni a mis 40. Mi amigo Diego me contó alguna vez sobre su viaje a Ámsterdam, y me pareció alucinante: su primo lo introdujo a la muy legal mariguana llevándolo al mareo extremo y le invitó un pase directo a las vitrinas del pecado. Dijo haber estado con la más guapa de todas las mujeres del Universo, y que por mala suerte… su protección se rompió. Siguiendo un protocolo sanitario, la dama de las camelias le recomendó lavarse copiosamente en su lavabito, con agua y jabón, “para evitar infecciones”. Me lo contó pálido aún por el temor al VIH, determinado a realizarse por primera vez una prueba de sangre.

 

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Con mi novia millennial

A mis 40, sí, pero con una novia de 24, una millennial a la que la mariguana le da todo menos miedo, y cuyos deseos de viajar aceleran mis pasos a un ritmo despiadado; decidimos (todavía me pregunto: ¿decidimos?) viajar en un económico autobús de París a Ámsterdam. Habíamos estado en Londres y de ahí fuimos en tren a París, no sin antes estar horas varados esperando a que despegaran de las vías los restos de un suicida. El París que pisamos fue muy diferente al que viví cuando mis veintes: nada de fila en el Louvre ni en la dichosa Torre Eiffel, quizá porque los atentados estaban aún muy recientes.

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Nuestra aventura holandesa empezó en ese momento, en un desgraciado estacionamiento cerca de un centro comercial en la romántica ciudad de las luces. Nos salió baratísimo… y así fue el resultado. Esperamos el autobús en esa terracería y de milagro lo identificamos cuando llegó una hora y media más tarde de lo programado. Metimos las maletas compitiendo con un montón de afroeuropeos y latinos sin bañar, como nosotros. Un güero que parecía drogado acomodaba las maletas y fungía como el que va colgado en el microbús gritando: “súbale, súbale” pero en otro idioma. Pasamos al segundo piso del camión y todos los mochileros argentinos e indocumentados de variadas nacionalidades, hablaron hasta por los codos (infelices) entrada la madrugada. Pasaron horas, las más largas de mi vida… cuando de repente el chofer dijo en inglés (o en mi alucinación traduje del neerlandés): “El baño ya no se puede usar porque no pudimos descargarlo y ya se llenó”. Apestaba a lo peor y faltaba mucho para llegar. La gente cenaba comida apestosa y adornaban con rollos de papel de baño sus asientos. Dante Alighieri me hace los mandados con su infierno y Chava Flores con su quinto patio. Las aguas sépticas se agitaron en el viaje y así llegamos hediondos e indocumentados a Ámsterdam (juro que nunca nos pidieron pasaporte).

 

Una moderna estación nos recibió altiva y contrastante. Guardamos nuestro equipaje en futuristas lockers de seguridad, y un empleado de limpieza mexicano me hizo plática en el baño. No quisimos visitar el museo de Van Gogh porque ya habíamos visto sus obras ad nauseam, ni quisimos ir a llorar a la casa de Ana Frank. Teníamos sólo un día de estancia porque presentimos nuestra incompatibilidad con el lugar. Nuestra experiencia viajera nos dijo que hiciéramos primero un tour general, así que tomamos un barquito que nos dio la vuelta por los bellos canales; vimos casitas y casotas, puentes con historias diversas, incluyendo la del puente del beso: “Se dice que las parejas que se den un beso bajo el puente permanecerán unidas para siempre”. El callejón del beso en Guanajuato me pareció mejor porque al menos podía comprar cajeta cara en el lugar. Aquí nos entretuvo más que el paisaje, un niño muy simpático de rasgos árabes que trataba de entablar amistad con un alemancito chinos de querubín. El papá árabe, desenfadado, dejaba convivir a su hijo; el padre alemán transmitía ansiedad al pequeño, quien veía al otro niño con miedo y ganas de chillar. El hombre, presumiblemente musulmán, se dio cuenta de la prematura discriminación y atrajo a su vástago hacia la proa.

 

 

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