Amores: la cocina samurai del chef Marcelo Hisaki

En Tecate, Baja California, los fogones de Marcelo Hisaki parecen bailar entre la sartén y su mano de mago. Cortes de corazón, tarta de hígado, emulsión de ajonjolí, besos de mezcal y harta pasión condimentan los platillos en el restaurante Amores al norte de México; uno de los mejores secretos a fuego lento de Baja California.
El amor existe, pero es algo imposible de ver. O al menos, eso dicen. Tecate es el único Pueblo Mágico de Baja California: etiqueta gubernamental que genera burla en un norte acostumbrado a la carrilla y el chistorete.
Los visitantes que esperan un pueblo pintoresco como aquellos en el centro del país, ciertamente, se perderán en un laberinto sin paredes. La magia verdadera del pueblo es encontrada en el Cúchuma, cerro sagrado kumiai; en los hornos de los panaderos, en los caldos de los viñedos y en los fogones de los cocineros como Marcelo Hisaki que, sin hacer tanto ruido, demuestran un tuétano de sabor de calidad excelsa.
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Uno de los exponentes que menor ruido hacen y que mayor calidad ofrecen está en la esquina de la calle Adolfo de la Huerta, frente a la famosa cervecería Tecate. Con el sigilo tradicional de la sangre nipona que corre por sus venas, Marcelo Hisaki mantiene una vanguardia culinaria desde su restaurante Amores en Tecate. Junto al restaurante se ubica su escuela gastronómica donde sus parrillas preparan los nuevos talentos de una ciudad que promete revelar, pronto, un acto mágico desde el escenario del paladar.
Cocinero de linaje samurai
Chilango de nacimiento, para Marcelo, su primer acercamiento con la cocina fue a los 5 años de edad. Era algo raro. Especial. Sus platillos no sólo eran chícharos ni granos de arroz ni pescado fritos. Era más como observar una tabla periódica. Un tierno Marcelo miraba su plato con otros ojos; más allá de lo evidente. Aquello que debía comer le parecía más una cama de disección: con sus manos tomaba el pescado completo y comenzaba a separar las partes: la cola, los ojos, la boca, la lonja. Como pedazos de lego, quería comprender qué era aquello que su mamá nombraba como pescado.
Experimentaba a tal nivel que alguna vez preparó un caldo de ojos de pescado con yakult. Si bien el platillo no tuvo el éxito deseado, sí era una clara demostración del interés del joven por la cocina. Por ello fue apadrinado por su tío quien lo llevó de la mano por un recorrido culinario para comprender este oficio a profundidad. Entre las lecciones, le vendaba los ojos y presentaba al paladar diferentes partes de pescado crudo para que su boca fuera detectando sabores y texturas y aprendiendo a nombrarlas sin necesidad de observarlas.
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Pronto comprendió la diferencia entre el salmón y el atún. Entre huachinango y robalo. También la diferencia entre la panza, el lomo y la carne en la parte de la cola. Desde muy pequeño el paladar de Marcelo tuvo un entrenamiento de samurai de la cocina; generó un catálogo de sabores y texturas que pocos logran a esa edad, y todo este proceso fue clave para que su avance fuera mucho más ágil comparado con otros.
Confiado en su llamado, Marcelo recibe una beca para estudiar gastronomía en Mónaco. Seleccionado entre pocos, la posibilidad de abrirse paso al mundo estaba tan cerca como tan lejos. Curioso que el amor llega sin aviso, como una ola con azafrán y, compartiendo sartenes con la chef Reyna Venegas, encuentra a su “partner” de vida y decide que la vida no es como la cocina: la vida se cuece a su propio ritmo.
El lujo vegetal
La celebración del Día de Muertos tiene un significado profundo para Marcelo y su equipo. La tempestad generada por el virus del Covid también tumbó un proyecto culinario en una ola que por un momento, el chef temió llegaría a apagar el corazón de Amores en Tecate.
“El lujo de hoy en día es comer vegetales, tener salud”, comenta Marcelo sobre las nuevas tendencias de cocina. Reconoce las nuevas necesidades de los comensales que ahora buscan responder a sus ideales y valores personales a la hora de comer. “La sostenibilidad se trata de poder responder a estas exigencias. Siempre he creído que la comida puede lograr grandes cambios en las sociedades”, expone el chef.
Su creatividad no cesa un instante. Durante el cenit, en la montaña, enseña a sus estudiantes técnicas para el asado de vísceras de ganado bovino: corazón, hígado, tripa, criadillas. La idea: recuperar la carne en toda la extensión de la palabra para ofrecer nuevos sabores y texturas al comensal, al igual que dar un aprovechamiento total de las partes de las vacas.
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Al acabar las clases de cocina, ya lo esperan los pétalos de cempasúchil esperan el calor del sartén para incorporarse al evento especial por el Día de Muertos en Amores. Su propuesta promete la envidia de los adelantados y los presentes: un menú de siete tiempos donde incluyó un tiradito de curvina con emulsión de ajonjolí negro, sopa de tomate cherry con coral de tinta de calamar y un cierre con budín de pan de muerto con limón caviar, cacahuates garapiñados y sorbete de mandarina.
“Lo mío es buscar qué puedo aprender de donde sea, de quien sea, en cualquier momento”.
Tratar de sorprender, no perder la curiosidad, preguntarme cómo lo hicieron, pensará el cocinero, una idea más real”. El cocinero observa el panorama. La vida es muerte inevitable. La muerte es carne vuelta asado y delicia al paladar. El amor, la magia lo circunda todo. Suenan las copas de vino de la Puerta Norte del vino. Marcelo observa; es él en cada ingrediente, todo es parte de su vida.
El amor existe: en Amores, el sentimiento más puro es ya una extensión de este cocinero adoptado de Baja California.
