2×1: Gatsby, The Great Pretender
Por:
Jafet Gallardo
05 Jun 2018
Los Alpes suizos Puedo ver la imagen de ese Paris en los veintes, un Ernest Hemingway endurecido por la guerra, […]
Los Alpes suizos
Puedo ver la imagen de ese Paris en los veintes, un Ernest Hemingway endurecido por la guerra, escribiendo en un café porque en su casa no tenía donde hacerlo, con su ropa desgastada –los apuros económicos eran grandes– y ahí mismo a un radiante Scott Fitzgerald, vestido impecable, con sonrisa enorme y una invitación para esquiar en los Alpes suizos. Esa es la viva imagen de la generación perdida, la de escritores norteamericanos que se fueron al exilio luego de la guerra. Hemingway se ocupó de los perdedores, de los hombres de a pie, de los boxeadores que no se resignaban a vender peleas; Fitzgerald de los trepadores, de los pobres diablos que deseaban dejar de serlo, que buscaban la manera de lograr el éxito social.
Fitzgerald los conocía, es más, él era uno de ellos. Él mismo era Gatsby, Amory Blaine o el doctor Dick Diver de Suave es la noche. Todos hombres venidos de abajo que obtienen reconocimiento el cual pierden ante una mujer. Amor y éxito en una sociedad que apenas se consolidaba con las nuevas fortunas y sus hombres de leyenda.
Fitzgerald a partir del éxito de su primera novela A este lado del paraíso comenzaría a darse la gran vida, a beber de lo mejor, a pasearse por las fiestas más exclusivas y a disfrutar del jazz que en ese momento era la música de moda. Scott viviría el sueño y luego lo vería caer. Sus apuros económicos, sus adaptaciones para las compañías cinematográficas en Hollywood, la comisión de narraciones cortas para pagar sus excesos nocturnos y la terrible relación con su snob esposa Zelda, quien acabara en el psiquiátrico.
La gran novela del jazz
Pesé al modesto éxito que representó El Gran Gatsby –a decir de muchos críticos su mejor novela– la imagen del hombre ganador que hace pantagruélicas fiestas se quedó en el inconsciente norteamericano. En la narración se entrelazan muchas cuestiones: la obsesión tan norteamericana por el automóvil, la ciudad como encarnación de lo mejor de la civilización pero también como catalizador de las más bajas pasiones, el éxito monetario a toda costa, los nuevos ricos segregados por los ricos de abolengo y el temor racista de que las clases no blancas fueran a tomar el poder. El Gran Gatsby puede leerse como una compleja historia de amor o como un relato de costumbres de la nación más poderosa del mundo.
El soundtrack de la novela es el jazz creole, el de los negros de Nueva Orleans, ese que pasó a “higienizarse” para poder presentarse ante los blancos del Carnegie Hall. Ese que acogió Hollywood y creo ídolos. Su fotografía es la industrialización y el progreso económico. El auto como vehículo de libertad y el mar como mera distracción.
Nuevas generaciones
Tal vez la encomienda para “Baz” Luhrmann fue hacerlo accesible el clásico de Fitzgerald a las nuevas generaciones. Tratar de contemporizar el ambiente vivido en los veintes y hacérselo llegar a los que ni siquiera saben que existe una novela. El resultado a decir de muchos críticos es vulgar. Nada nuevo, eso ya había pasado con sus anteriores trabajos.
Romeo + Julieta me parece una gran adaptación, con gran respeto a los diálogos originales pero echando mano de una producción enorme, colorida, con escenarios tan decadentes y bellos como lo fueron el puerto de Veracruz y la Ciudad de México. Sin embargo El Gran Gastby no corre con la misma suerte. La primera parte avanza tan veloz que uno no alcanza a entender qué quiso hacer, si adaptar el texto a comedia musical, si reflejar en ese azucarado y colorido pastel musical las fiestas de los veintes pero eliminando de un plumazo –con terribles versiones hip pop– toda la fuerza del jazz de aquellos años. Un negro sentado en una escalera de incendios con una enorme trompeta color rojo simboliza el sin sentido de ese primer acto. El hombre no aporta nada a la cinta pero se ve bien en ese almibarado escenario digno de Broadway.
La película comienza a tomar su cauce cuando Luhrmann se contiene y recuerda que no está ahí colorear todo lo que puede, para obligar a los miles de extras a bailar coordinados a la menor provocación. De repente la grandilocuencia da paso al genio de Fitzgerald y mostrar el trasfondo de una historia de un hombre que arriesgo todo por perseguir un sueño encarnado en una mujer.
El 3D sale sobrando, incluso obstruye por momentos a la película misma. El terrible soundtrack hace lo mismo al meter ruido de más. Una cosa que hay que agradecer a Luhrmann es el respeto por la historia original, dejando los diálogos enteros y las situaciones sin apenas cambios. No hubo “actualizaciones” ni desaparición de personajes.
Fitzgerald seguramente se hubiera bebido las ganancias que le dieran por esta adaptación. Ahora estaría en algún yate, acompañado de Zelda, viendo como las nubes avanzan por el cielo.
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