Treasure Island… no es un festival para náufragos
Fotografías de Soraya Villanueva y Josh Withers
“Nunca sabes lo que puede traerte la marea”, dice Tom Hanks en su papel de Chuck Noland, en la película Náufrago. Esta isla no es desierta, pero la marea definitivamente trajo algo consigo.
Música. A todo volumen y de distintos géneros. Como si Moby Dick en ballena (¿Será correcto decir “en persona” en este caso?) hubiera azotado su cola contra superficie del mar, provocando una ola descomunal de sonido que hubiera azotado sobre los dos escenarios del Treasure Island Music Festival.
En The Town, JEPGMAFIA se bajó a revolcarse en el fango junto a los curiosis que se allegaron a su actuación. En The City, Polo & Pan consiguieron escupir por las bocinas las notas adecuadas para hacernos bailar. En The Town, Santigold subió a casi dos decenas de personas al escenario para armar la fiesta. En The City, Aminé no permitió que los ánimos se enfriaran. En The Town, Sharon Van Etten por poco hace que alguien se rebanara las venas. En The City, Shame levantó de entre los muertos el viejo espíritu del punk. En The Town, Tame Impala tripuló una nave que nos condujo a través de una galaxia psicodélica.
Y, en el cielo, el sol realizó durante los dos días de Festival en el Middle Harbor Shoreline Park sus mejores escondidas. A diferencia de los músicos en el escenario, que desatan la euforia apenas aparecen –vaya griterío con el que los musicófagos reciben, por ejemplo, a los Cigarettes After Sex–, el astro alrededor del que giramos hace el espectáculo ocultándose detrás de los rascacielos.
Pero el Treasure Island es mucho más que música.
Pizza y outfit
La marea nos trajo también cerveza. Toneladas de comida. Porque los vientres, aunque planos, de los más de 23,000 jóvenes que la celebración decibélica congregó en este punto entre Oakland y la Bahía San Francisco, lucen atiborrados de rebanadas de pizza, descomunales hotdogs, alitas hamburguesas, paella, burritos y hasta ensaladas para veganos.
Con el este salvaje movimiento del mar, se vinieron también atuendos. El outfit pensado, calibrado, elegido con la dedicación del asesino que, en vez de pasar desapercibido, quiere que todas las miradas se detengan en él. Ombligueras, pantalones entallados, chamarras disparatadas, cortes estrafalarios adornando como penachos las cabezas adolescentes.
Aquí el único náufrago es que el que aguarda por el final de la tormenta musical. El que después de dos días sueñan con ser rescatado. Llevado hasta donde pueda descansar de los pies hinchados, de la cabeza que bombea su jaqueca, del cansancio, el hambre y la sed.
Pero el Treasure Island Music Festival no admite personajes como ése. Aquí todos se dejan arrastrar por la marea para amanecer tirados en la costa.
