Jorge Michel Grau: Un cineasta con claustrofobia

“Todas mis películas son claustrofóbicas y lo son porque yo soy claustrofóbico”, afirma Jorge Michel Grau en entrevista. Esta “necesidad de encerrar a los personajes” es una constante en su filmografía: desde su opera prima Somos lo que hay (2010) donde el claustro radica en las emociones encapsuladas de una familia caníbal capitalina; hasta Big Sky (2014) donde las cuatro paredes son la inexactitud de los espacios abiertos. Es por ello que no resulta sorpresivo que al director mexicano le intrigara la historia de una accidentada omnipresencia producida por la desconfianza.
Perdida, adaptación mexicana del filme colombiano La cara oculta (Baíz, 2011), narra la historia de Eric (José María de Tavira), destacado conductor de orquesta que regresa a su natal México desde Colombia junto con su esposa Carolina (Paulina Dávila). Su vida decae cuando ella lo abandona por lo que, para sobrellevar el dolor, comienza una relación con la mesera de su bar predilecto, Fabiana (Cristina Rodlo), sin saber que hay un misterio más grande con respecto a la repentina desaparición de su consorte.
Grau, en un intento por aportar al rescate del género thriller, presenta un argumento que, más allá de ser un inquietante triángulo amoroso, explora la contrariedad de la condición humana en ambientes diversos. Siendo el espejo un elemento fundamental de la cinta, Perdida representa el reflejo de la naturaleza del ser.
Esta dicotomía reside en las esencias del refinamiento y de la barbarie. A lo largo de la película se muestra, por un lado, la vida de Eric, un culto miembro de la clase alta cuyo hábitat natural es la finura: la imponente Sala Nezahualcóyotl y su inmensa casa, ambos fotografiados por Santiago Sánchez son los componentes principales de la elegancia de Perdida.
Por el otro lado, con Carolina es que se da la transición de la sofisticación hacia la brutalidad, hacia el la ferocidad, hacia las acciones más instintivas del ser con el único fin de sobrevivir. Michel Grau presenta un filme donde imperan las sensaciones, los impulsos: la propia esencia de la condición natural humana, la condición de un animal que, al igual que se muestra en la obligada obra de Buñuel El Ángel Exterminador (1962), lucha por sobrevivir.
La afirmación del director en la que “el cine es acción, no diálogo” funciona en realidad como un postulado para remarcar la primitividad del filme. En efecto, no se explota el uso del diálogo; sino que más bien, se potencializa el uso de los sonidos, de los golpes; de lo inaudible y de lo visible. De todo lo que compete a la negación del diálogo: la génesis de la comunicación primitiva.
La estética que rodea al filme remite al espectador a lo que coincidentemente hizo Bong Joon-ho con la reciente galardonada Parasite (2019). Ambos son diametralmente opuestos –tanto en temática como en discurso– pero su único punto en común converge en la deliberada –y desmedida– sofisticación para empalmar dos universos opuestos.
Sin embargo, con Fabiana es que sucede una peculiaridad. Su personaje funge como intermediario entre la dualidad refinamiento-salvajismo. Ella brinca de una posición a otra, se deja llevar por sus impulsos sexuales con un fin más allá que la de amar a Eric. Fabiana es una femme fatale que conoce su ubicación y hace uso de ella para cumplir lo que sus entrañas le dictan: satisfacer el apetito voraz que la domina.
A pesar del evidente protagonismo de Eric, es en realidad con Carolina donde radica el epicentro que hace funcionar el engranaje fílmico de Perdida. Es a partir de ella que hay una reflexión sobre la posición de uno en la vida: quién es uno, dónde se encuentra, y sobre todo, por qué está donde está. En ello coincide precisamente Paulina Dávila pues definió a la cinta como “un juego de espejos: el cómo nos reconocemos con el otro”.
La posición de Carolina es de tal importancia que trasciende las barreras de la ficción. El propio espectador está dotado de la misma omnipresencia con la que ella vislumbra la serie de sucesos que acontecen durante todo el filme. Pero sobre todo, el espectador, al igual que el personaje de Dávila, se encuentra en la penumbra y en el anonimato; en una situación en la que por más que grite, golpeé e implore, este jamás será escuchado por los del otro lado: la esencia misma del suspenso. El metaespejo del thriller.