A la letra de “Mujeres divinas” en el verso donde dice “las horas más felices de mi vida, las he pasado al lado de una dama” le añadiría yo “en un hotel de paso”.
Se dice que los caballeros no tienen memoria, pero eso no es cierto. Tan la tenemos que estoy seguro que muchos, como yo, sonríen para sus adentros –sobre todo si los acompaña en el auto la actual dueña de nuestras quincenas– cuando pasan delante de un hotel de paso que visitaron alguna vez. Aquí la RAE se puede ir por un tubo: la repetición no sólo resulta inevitable, sino necesaria.
Los caballeros tenemos memoria. Recordamos hoteles y mujeres con pelos y señales, sobre todo los dos últimos. Pero nos lo guardamos bien adentro, sólo para recurrir a esos recuerdos felices para que nos endulcen un día negro, igual que en caso de incendio el bombero corre a romper el cristal que lo separa del extintor.
En los hoteles de paso los oficinistas urbanos cerramos negocios, limamos asperezas (literal), consumamos romances e infidelidades, matamos el tiempo, sacrificamos quincenas y aguinaldos, nos jugamos la vida (cuando se trata de la hija, la esposa o la hermana del jefe quien nos acompaña), rompemos la monotonía o saboreamos las mieles del pecado.
Quien nunca haya entrado un poco bebido, poseído por la lujuria a arrancarse la corbata con la desesperación del preso que se quita los grilletes, no puede llamarse Godínez. No existe acertijo más delicioso para resolver que el de retirar las medias de una compañera sin rasgarlas o bajarle el cierre de la falda sin que se atore con la costura. El roce del traje sastre, del casimir contra la seda y de estos dos con las sábanas acartonadas de un motel, representan música para los oídos del trabajador que a fuerza de sexo desea sentirse libre.
El hotel de paso es el exilio al que se condenan los oficinistas por voluntad propia. Porque en su casa los esperan sus maridos y esposas, sus padres o porque no desean ensuciar de deseo la misma cama en la que sólo se permiten amar a Morfeo. Porque el mundo no debe enterarse que cuando los cuerpos hablan, el organigrama desaparece. Los subordinados se convierten en sádicos y los mandos medios en esclavos. La secretaria somete al gerente y el creativo se encarga de dar mantenimiento al soporte de la supervisora.
Sólo entre los muros de un hotel de paso todas la áreas trabajan en equipo para conseguir un mismo fin: el orgasmo. Éste es el único pan que verdaderamente se gana con el sudor de lo que tienes enfrente.
Recuerdo hoteles de paso, pintas a mediodía y medianoche con compañeras junto a las que me cobré con placer las demandantes exigencias de la oficina. La asistente médica con la que exploré el Goya cuando aún no me aprendía su apellido (el de ella). La colega que en El princesa se permitió conjugar en primera persona el verbo prohibido. La violinista con fijación a mirarse en el espejo del techo. La rubia desalmada que después de seis meses de negociaciones me acompañó al hotel de paso sólo para rehusarse a firmar el contrato definitivo. La joven vampiresa que tuvo el desatino de aceptar mi propuesta la noche en que mi estómago decidió jugar en mi contra. La contadora que, quizá por su relación con Hacienda, a punto estuvo de dejarme en los huesos. La estudiante (entonces yo también lo era) con la que por primera ocasión me dejé abrasar por la estimulante sensación de pagar por una habitación como si estuviera comprando un placer punitivo.
Nunca lo he hecho, pero varios amigos y amigas se han ido a encerrar a hoteles de paso para escribir sus novelas. Puedo ir al cine solo, pero no me atrevo a derrochar pagando por una habitación sin que haya de por medio una musa que se sumerja conmigo en el jacuzzi o desafíe la resistencia de los resortes del colchón.
Hace tiempo en el gimnasio conocí al camarista de un hotel de paso. Me dijo que el suyo era un trabajo pesado, ingrato y antihigiénico. Mientras los demás se divertían evocando Sodoma y Gomorra, él debía tallar a mano la huella de sus culpas.
También platiqué en otra ocasión con el gerente de otro. Me contó que una vez le llamaron de una habitación porque en el interior se escuchaban gritos de auxilio. Luego de tirar la puerta a patadas apareció delante de él un cuadro que esperaría uno encontrar en una parodia porno de la Marvel, mas no en un hotel de paso: un Batman barrigón, inconsciente en el piso, delante de una cama donde la Mujer Maravilla cuarentona permanecía amarrada, clamando por ayuda.
Después de reanimar al malogrado superhéroe la verdad salió a flote: como parte de su fantasía, el amante se había lanzado mal desde lo alto de una silla, golpeándose la nuca en el respaldo y frustrando así la intención de realizar un “salto de tigre” sobre su indefensa amazona. Lo peor fue que sus identidades secretas como Godínez se hicieron públicas por todo el hotel de paso cuando llegó la ambulancia.
Estoy seguro que cuando muramos, cada quien encontrará su propia versión del Cielo. El mío será un hotel de paso donde los responsables de la matanza de Ayotzinapa serán los recamareros que limpien con la lengua las sábanas, por toda la eternidad.