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Dream Theater celebra en México 40 años de trayectoria

Escrito por:Baruch Calderón

Dream Theater vuelve a México, a la explanada del Estadio Azteca, junto a Mike Portnoy. Celebrando el 40 aniversario de la agrupación con un setlist lleno de catarsis.

Petrucci hace llorar a su guitarra. La toca con suavidad, desliza las yemas, luego acelera el ritmo e intercala con el trémolo. El instrumento derrama agudos y veo como una lágrima desciende por la mejilla de una joven, que no hace más que contemplar las sagradas notas de esta obra.

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Pese a que Dream Theater se ha presentado en recintos casi diseñados para denotar la teatralidad sonora de la banda; como la Arena O2 de Londres, la Movistar de Argentina o el Palacio Vistalegre de Madrid, en México, le toca interpretar sobre el modesto patio pavimentado del Estadio Azteca.

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Entrar al show no fue sencillo. Hubo que pasar por tres filtros policiales y ser inspeccionado por portar armas blancas clásicas en partidos de fútbol, como cinturones; y otros objetos de sumo peligro, como audífonos. Algunos tuvieron la suerte de recibir un sólo manoseo de la ley; otros, cuyo aspecto físico no parecía agradar a los uniformados, tuvimos la infortuna de ser retenidos por más tiempo.

El evento fue una oda a las regresiones. La primera, es poder deleitarse de nuevo con el talento de Mike Portnoy, baterista original de la banda, quien vuelve a las percusiones después de más de 10 años. La segunda, y la que congregó al apasionado público, es la oportunidad de volver a sentir los clásicos y éxitos de una agrupación cuyo arte celebra 40 años.

Las primeras rolas reafirman este concepto. Metropolis – Part I: “The Miracle and the Sleeper”, Scene Two I: Overture 1928 y  Scene Two II; Strange Déjà Vu, abren la noche con un recuerdo: una mirada a la historia de Dream Theater y un asomo a las vidas pasadas que la banda neoyorquina construye en las letras de cada uno de sus proyectos.

En esta agrupación nadie -o todos- protagonizan el show. La voz de James LaBrie derrocha una pasión que acompaña a la perfección la maestría instrumental. John Petrucci apenas se mueve por el escenario, solo basta la fluidez de sus dedos sobre la cuerdas para llenar de textura la explanada azteca.

Pese a la rigidez de Petrucci, es imposible no ver a los entusiastas que con ojos cerrados, hacen volar sus greñas mientras imitan la técnica con la que el guitarrista interpreta sus solos.

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John Myung y Jordan Rudess se apropian de la noche cada que pueden. Myung aprovecha de maravilla los silencios para imponer la fuerza de las seis cuerdas de su bajo Music Man Bongo; las golpea o las acaricia velozmente. “¡Ay wey!”, exclama extasiado alguien del público.

Jordan, por su parte, no duda en presumir su talento. Portando pequeñas gafas redondas, cual hechicero antiguo, crea magia en cada tecla que toca. Sumando sintetizadores que ambientan a LaBrie o acompañando los arpegios de Petrucci, Jordan Rudess hace suyo el escenario.

Jordan toma sus teclados, los hace girar sobre su eje, y en un punto, durante el clímax de The Mirror, sale de su santuario con un Keytar para entregar un solo místico que nada envidia a los performance de Petrucci.

Pese a que la melancolía no faltó en temas como Barstool Warrior o Scene Eight: The Spirit Carries On, fue en Hollow Years donde el crescendo en la instrumentalización encendió la llama en la audiencia. Un momento que, ni los gritos del vendedor de cervezas arruina: “¡Dame dos!”, grita alguien.

Petrucci puntea las cuerdas y hace gemir a su guitarra, su llanto discute con el lamento del panel con el que Rudess envuelve de agudos al público. Una lágrima cae por la mejilla de una joven que contempla íntimamente el talento de los músicos. Cada nota en las canciones de Dream Theater cuenta una historia, y ella las escucha todas.

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El regreso de Portnoy cayó fresco. La teatralidad de LaBrie fue envolvente. Y la bestialidad de Petrucci, junto a la virtuosidad de Rudess y Myung, nos recordaron por qué necesitábamos de vuelta a esta banda que aún tiene todo para darlo todo. “Ellos sí ensayan”, bromeó indiscutiblemente un chavo.