ZAKK SABBATH: LOS QUE VAN A ROCKEAR, TE SALUDAN
Black Sabath era una banda para hombres, se queja el cantante en sus memorias “I am Ozzy”. Y especifica: “En los conciertos nos tiraban colillas y botellas de cerveza, no ropa interior”.
Las cosas han cambiado. Aunque la balanza sigue inclinándose hacia el lado de la testosterona, a lo largo de la fila que se hace afuera del teatro Jiménez Rueda pueden verse algunas mujeres. La mayoría viste rigurosamente de negro. Con chaleco de biker saturado de parches. Tomadas de la mano de algún malencarado.
Pero es innegable que a la primera –y quizá la única– presentación de Zakk Sabbath en esta capital, el tributo que el guitarrista de Ozzy le rinde a la agrupación de su jefe, la audiencia es predominantemente masculina.
El termómetro desciende hasta los ocho grados. Sobre División del Norte puedo ver el fantasma de mi respiración delante de mí, a medida que avanzo hasta donde se encuentra un tipo de chamarra fluorescente que repite sin descanso que para entrar cada uno debemos llevar nuestro boleto en la mano.
Varios encallamos como ballenas nocturnas en el lobby del teatro. Algunos para asegurarse uno o dos vasos de cerveza que potencien la velada. Otros para desahogar la vejiga. Encuentro al fin un lugar libre cerca de la puerta. Resulta extraño asistir a un concierto de rock duro en el que haya butacas, pero al final nos acostumbramos. La visibilidad es perfecta y como la mayoría de los asistentes pasamos de los 30 –junto a mí descansa un clon humano de Jabba The Hutt entrado en canas a quien apenas podrían sostener sus rodillas–, la idea de descansar un poco antes de sacudir los huesos no suena mal.
Los mexicanos Black Overdrive aparecen pasaditas las 8:30 PM. Su cantante y guitarrista, Iván Nieblas “El Patas”, se hace acompañar por “El Ángel”, en el bajo; “El Ranas” (y clara que no es de el Las Víctimas del Dr. Cerebro) y “El Manotas” en la batería. Los cuatro descargan los fragmentos que conforman su álbum “Discord”.
“Si necesitan mucho este disco, ¡róbenselo, qué chingaos!”, dice el frontman.
Antes de que Zakk Wylde, el bajista Rob ‘Blasko’ Nicholson y el baterista Joey Castillo suban al escenario, cubierto por un telón rojo que le brinda un aire de ceremonia satánica al concierto, comienza a sonar a buen volumen “For those about to rock (we salute you)”, de AC/DC, que de cara al reciente fallecimiento de Malcom Young adquiere un aire de homenaje.
La gente entona los versos de la banda australiana con el puño en todo lo alto.
“Porque el rock tiene derecho a existir/ No somos ninguna leyenda/ Sólo estamos viviendo el ahora”
El telón se abre como si el gigante Goliat se hubiera limpiado la sangre de la frente, luego de recibir el golpe de la honda de David, y ahí está el trío de poder. Zakk Sabbath recreando, de manera mucho más pesada que en sus grabaciones originales, el legado de la banda inglesa pionera del Heavy Metal.
“Supernaut”, “Snowblind” y “A National Acrobat” son las primeras tres descargas de sonido. A la gente le estorban los asientos. La mayoría de pone de pie, se agita, pulsa los trastes de su guitarra invisible, los que aún conservan su melena se transforman en el molino al que enfrentó Don Quijote. En esta sucursal de los hornos del diablo ni quién se acuerde que apenas esta semana se registró una la mañana más fría del año en la Ciudad de México.
Zakk habla poco. Pero ni falta que le hace. Lo suyo es tocar la guitarra.
Si Víctor Hugo dijo que Dios inventó al gato para que el hombre pudiera acariciar al tigre, entonces el hombre inventó la guitarra para poder acariciar al Diablo.
Los dedos de Zakk se mueven con la precisión de quien está acostumbrado a desmantelar bombas. Lo que hace no es sencillo, pero él hace parecer que sí. Porque al mismo tiempo se desplaza de lado a lado del escenario, con la enorme manta de Zakk Sabbath a sus espaldas. Se coloca la guitarra en la espalda y su perfecta digitación no se ve interrumpida. También se baja y comienza a tocar sólo a centímetros de las primeras filas. Puede ser un tipo de pocas palabras, pero le gusta ser adorado.
No por nada tiene porte de dios vikingo. Con la cabellera rubia, la barba y el bigote cubriéndole el rostro, los bíceps limpios de tatuajes pero perfectamente marcados, el chaleco de motero y la cadena de zaguán que le cuelga de la cintura.
Apenas hace un año el Sabbath Negro con su alineación original casi completa ofreció en el Foro Sol lo que podría ser su último concierto en México. Pero esta noche de jueves, Zakk le rinde sus respetos a los héroes que nos dieron el metal. Y lo hace sin complacencias. “Children of the Grave” suena demoledora, con ese riff inicial que se siente como una tonelada de lava meciéndose adentro de nuestro pecho; “Into the Void”, que cae igual que la visita de un viejo amigo al que hace tiempo no se ve y claro, “Nativity in Black”, en la que Nicholson emula con su instrumento a Geezer Butler. La piel se enchina cuando Zakk entona la estrofa: “Mi nombre es Lucifer; por favor, toma mi mano”.
El cierre viene con una versión ígnea de “War Pigs”, que bien le podríamos dedicar a Donald Trump y Kim Jong-un. El coro de salida es entonado a un volumen que seguramente suena hasta la calle. Los vecinos de Coyoacán deberían estarse preguntando quién rayos invoca al demonio a esas horas.
Poco menos de 120 minutos desde que salieron al escenario, los músicos se abrazan al frente del escenario. Satisfechos. Zakk disfruta con orgullo las pasiones que desata.
En su caso, a diferencia del Sabbath al que rinde homenaje, puede presumir que junto a su propio grupo, la Black Label Society, suma cada vez más un importante número de seguidoras. Tal vez a él ya le arrojen más brasieres y menos colillas.
Por Arturo Flores
Fotografías cortesía de Pyper Publicidad y Promoción Estratégica
