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Nómada: i´m a N.Y.C. boy

Por: Jafet Gallardo 06 Jun 2018
Paseamos por la ciudad en la que Beyoncé se come un elote varios metros bajo tierra y nadie compra camisetas […]
Nómada: i´m a N.Y.C. boy

Paseamos por la ciudad en la que Beyoncé se come un elote varios metros bajo tierra y nadie compra camisetas con el rostro del líder.

Leo en una publicidad en el Metro: “El 42 % de los neoyorkinos besa en la primera cita, los Yankees no son los únicos en llegar a primera base”. Inevitablemente, en esta ciudad uno piensa en sus besos. Sobre todo los de película. El que Allen le da a Madison, la Sirena sexy de Splash, cuando acude a rescatarla al laboratorio científico. Uno de los tantos que Ted le planta a Robin en el apartamento que comparten en How I Met Your Mother. El que un hombre desesperado deposita, como señal de respeto, en la mano de Vito Corleone durante la escena inaugural de El Padrino.

Hace frío, dos grados por encima del cero. Pero eso no es pretexto para no explorar la segunda urbe más poblada del continente, después de la Ciudad de México. Si bien existen paradas obligadas para una primera vez, como la Estatua de la Libertad, el Top of the Rock, el Rockefeller Center, el Empire State o el Museo de Historia Natural (incluidas en el City Pass, que permite ahorrar tiempo y dinero), la consolidación como uno de los destinos de lujo, de tendencias de gastronomía, arte, vida nocturna y moda, hacen que Nueva York sea inabarcable. No importa cuántas veces aterrices en el JFK, siempre habrá un pretexto para volver. Se trata de una droga dura que crea dependencia. Igual que los besos.

Times Square está llena de tiendas de souvenirs. Como si hiciera falta po- nerse una camiseta que diga “I (corazón) Nueva York” para nunca olvidar este aire helado que se encaja en las mejillas. Pero entro en la primera que encuen- tro para preguntarle al dependiente, de acento indio, si las tazas, las gorras y las t-shirts con el rostro de Donald Trump se venden bien. Incómodo, tal vez pa- ranoico, me responde que no. Nadie ha comprado una desde que él trabaja ahí.

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No me extraña. No sólo porque la ciudad mantiene una creciente población latina, sino porque además lo latino está de moda en Estados Unidos. En más de un negocio de comida nos recibió no sólo un empleado que hablaba en español, sino un tema de reggaetón saliendo por las bocinas. “Des-pa-ci-to” nos estamos cobrando una deuda histórica. Después de una semana de disfrutar de sus atractivos, puedo concluir que al enemigo se le conquista por el estómago.

Como las Tortugas Ninja En la esquina de Kenmare y Lafayette, en el exclusivo barrio de Soho, hay una pequeña tienda de conveniencia. Desconcertado porque hasta ahí me llevó Siri, confronto por décima ocasión la dirección con la fachada de un establecimiento que parece caerse de viejo. Adentro dista mucho de lucir como un restaurante ostentoso. Un tipo vestido con una chamarra percudida, las manos grandes y la barba crecida, mordisquea un sándwich. Junto a él descansa un refrigerador en el que se apilan refrescos de lata. No cabe duda que aquí es La Esquina… aunque no lo parezca.

 

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Repentinamente, descubro que recargado en un muro del fondo hay un individuo de traje con una diadema electrónica en el oído. Está vestido impecablemente de negro. Le pregunto si por aquí está el restaurante del chef Fabián Gallardo. Me pregunta mi nombre y luego de cotejarlo con alguien a través del dispositivo, se hace a un lado para dejarme pasar. A la usanza de las películas de espías, la pared se abre detrás de él. Comienzo a descender por las escaleras hasta llegar a una deslumbrante barra atestada de gente. Todos relajados, vestidos como cantantes de una banda indie, como clones modernos de Andy Warhol y la Factoría. Ríen y sostienen sus tragos. Aquello es una fiesta auténticamente subterránea. La versión gourmet de un episodio de las Tortugas Ninja, que en vez de pizza degustan coctelería de diseño.

 

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La Esquina es un speakeasy, un restaurante al que no se puede llegar sino con invitación, porque no se publicita. Se camufla y eso lo vuelve más atractivo. Es por ello que celebridades como Beyoncé, Jay Z o Matt Damon son algunos de sus clientes más fieles.

México está conquistando los estómagos de esta realeza. Fabián es originario de León, Guanajuato, y ha tenido la habilidad de colocar el gusto por los platillos de su país entre esta gran comunidad de artistas plásticos, músicos, influencers y socialités.

—Uno de los platillos estrella de la casa es el elote. Es comiquísimo ver a los gringos comiéndoselo con las manos, con su crema, queso y chile piquín— me cuenta el chef cuando se sienta a la mesa.

Pero eso no es todo. Me encuentro a varios metros de profundidad del mismo barrio que antiguamente fue conocido como “Los Cien Acres del Infierno”, saboreando un taco de carnitas estilo Michoacán. Para pasarlo, un Smoked and Oaked, el trago de la casa que por supuesto lleva mezcal.

Lo mejor viene cuando nos retiramos. Salimos una vez más a la calle después de que, literalmente, nos tragó la tierra.

Cualquiera diría que nos tardamos dos horas en comprar un simple sándwich en esta tienda.

Un tamal en el barrio de Lana del Rey

Es posible teletransportarse, aunque te hagan creer que no. El secreto está en el interior de tu boca. Porque los sabores pueden conducirte a sitios que nunca has pisado o a tiempos que ya pasaron. Charlas con gente que quizá ya no esté contigo.

Casa Pública es uno de los lugares de moda en Brooklyn. Ubicado a unos pasos del McCarren Park, en su cocina cobran vida los más tradicionales platillos mexicanos, los que hace una década pensaríamos imposible saborear en el mismo vecindario en que nacieron Michael Jordan y Lana del Rey.

Pero ahí está, delante de mí, un Tamal a la plancha. Con su requesón, crema, salsa verde y epazote. Igualito al que servía mi abuela. También los esquites y el pozole verde. Mi visita al restaurante dirigido por el chef Bob Truitt y sus socios Gustavo Ortega-Oyarzun y Daniel Ortiz de Montellano, me lleva de regreso a México por un par de horas. Aunque haya viajado miles de millas en avión, basta un mordisco de Camote Yucateco —preparado ceremonialmente como si me encontrara en la Península mexicana— para traerme de regreso a mi patria.

Mr. Trump, entiéndalo de una vez: nos hemos metido tan profundamente en los Estados Unidos que ahora mismo en la mesa de junto hay una pareja de angloparlantes, mezcal en mano, intentando pronunciar la palabra “Taquiza” tal como se anuncia en el menú.

Ésta es como su nombre lo anuncia, una Casa Pública, un comedor vecinal en el que uno se sabe neoyorkino, aunque sea sólo de paso, pero se reconoce mexicano por adopción mexicana.

 

 

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Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
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