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ABRAZARSE EN LA LÍNEA

Por: Jafet Gallardo 06 Jun 2018
La organización Red Fronteriza por los Derechos Humanos decidió enviar un mensaje al presidente estadounidense Donald Trump: “Abrazos, no muros”.
ABRAZARSE EN LA LÍNEA

CIENTOS DE FAMILIAS HAN SIDO SEPARADAS POR LA FRONTERA ENTRE DOS PAÍSES, PERO POR INICIATIVA DE UNA ONG SUS INTEGRANTES PUDIERON FUNDIRSE EN EL MÁS SIMPLE PERO CÁLIDO GESTO DE AFECTO ENTRE DOS PERSONAS, UNO QUE NINGÚN MURO PUEDE EVITAR.

POR LUIS CHAPARRO @LUISKURYAKI FOTOGRAFÍAS DE PAKO SERVÍN

Ciudad Juárez, Chihuahua. No es cierto que el viaje de los Apólito duró 30 horas. Manuela y José han viajado por 15 años para abrazar a su hija durante tres minutos. Hoy el nefasto cerco fronterizo que los ha separado se abre como se abren los corazones, como se abren los brazos para apretar a una hija que se fue a vivir al otro lado.

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La organización Red Fronteriza por los Derechos Humanos decidió enviar un mensaje al presidente estadounidense Donald Trump: “Abrazos, no muros”. Gabriela Castaneda, organizadora de este acto, una mexicoamericana residente en El Paso, Texas, explica que con esta iniciativa se pretende abrir la frontera como una forma de protestar contra las políticas migratorias actuales.

Desde su campaña presidencial, Donald Trump ha amenazado con construir “un gigantesco muro” a lo largo de los 3 mil 200 kilómetros de frontera compartida entre México y Estados Unidos, y con deportar a cientos de miles de indocumentados que viven en aquel país. Pero esas palabras suenan huecas hoy. Los Apólito no han llegado solos: unas mil 500 familias han venido del norte, centro y sur de ambos países para derribar un ya existente muro con abrazos.

Los Apólito llegaron provenientes de San Andrés, Veracruz, para abrazar a su Angie, una mujer de 30 años residente de Texas.

Cada semana sus voces se tocan por el teléfono, se mandan abrazos y besos, se dicen te extraño, a veces al unísono, y luego viene el silencio.

La última vez que se vieron frente a frente fue aquí, en Ciudad Juárez. Angie se despidió. Todos tenían lágrimas en el rostro y la esperanza naciendo: “un día me los voy a traer para acá”, dijo, y ese día aún no ha llegado.

Cuando cruzó la frontera, Las Torres Gemelas recién habían caído. La frontera había sufrido una especie de militarización y el paso para los indocumentados era cada vez más complicado. Ella lo logró, atravesó por esta misma frontera y subió hasta el norte de Texas.

Los Apólito esperan sobre el lecho del Río Bravo —esa línea seca primero usada para delimitar y que hoy divide— a que llegue el momento de abrazar a su hija, la niña de 15 años que se fue al norte. La chica los mira cubriéndose los ojos del fastidioso sol, desde aquel lugar que llaman “el otro lado”, cruzando este río muerto.

A Manuela le tiemblan las manos, una lágrima se asoma por su ojo derecho. José intenta tranquilizarse guardando sus manos en el pantalón raído. Me cuentan de la última vez que vieron a su Angie.

“Hace 15 años, era una chavalita. Estamos ansiosos por abrazarla a ella y a mi yerno, nomás por eso viajamos 30 horas desde Veracruz y vamos a hacer otras 30 de regreso pero con las manos llenas”, dice Manuela.

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Las familias llegaron desde las seis de la mañana. Del lado mexicano de la frontera visten camisetas blancas, mientras que las del otro lado visten de azul. La idea de vestir colores distintos vino de la misma Patrulla Fronteriza para evitar que alguien quisiera aprovechar la oportunidad de cruzar ilegalmente la frontera.

Se estima que en Estados Unidos viven cerca de 11.1 millones de indocumentados, cerca de seis millones son de origen mexicano, todos con familia de este lado.

A las siete comenzó la fiesta. Una mujer entona canciones rancheras, intercaladas con “América” de Calle 13, y otras tantas de los Tigres del Norte. Los organizadores colgaron en el lado estadounidense de la valla fronteriza, un letrero enorme con la leyenda “Hugs not Walls” (Abrazos no muros). Del lado mexicano se asoma una caricatura de Trump pintada con aerosol que anuncia: “Fuck”.

La fiesta va in crescendo, los organizadores gritan palabras de apoyo a la comunidad indocumentada en Estados Unidos. El sol comienza a desadormecer los músculos. Hay café y burritos. Pero a las familias les importa poco: se apresuran a ser numeradas, a formar una fila. Se cubren el ceño para alcanzar a ver de un lado a otro, buscan a sus hijos, hermanos, padres, primos, y quienes logran encontrar miradas estallan de felicidad, agitan los brazos en el aire.

Para las ocho de la mañana las formaciones a ambos lados de la frontera están organizadas. Los agentes de la Patrulla Fronteriza caminan hasta la mitad del río para encontrar a los de la Policía Federal, se estrechan las manos y los fotógrafos apuran sus cámaras.

Cuando llega el anuncio para comenzar con los abrazos, uno de los organizadores advierte que sólo tienen tres minutos. Las familias pasan de cinco en cinco, bajan hasta el lecho, se enlodan los pies con lo que queda del río, se aprietan, se besan, lloran, aúllan, en fin, se aman por tres minutos.

La pintura de una orgía

Del abrazo no hay un rastro histórico que indique su origen. Pero se sabe, por ejemplo, que uno de sus precedentes inicia en la guerra. Era una manera de mostrarle al enemigo que tus inten- ciones no eran las de asesinarle, pues el acercamiento no les permitiría usar un arma y, además, enredar los brazos en la espalda del contrincante no te dejaría ahorcarle.

Un abrazo histórico: el de Acatempan, en 1821. Agustín de Iturbide, comandante en jefe del Ejército del Virreinato de La Nueva España (gobernada entonces por Juan Ruiz de Apodaca) y Vicente Guerrero, jefe de las fuerzas que peleaban por la Independencia de México, se abrazaron en señal de reconciliación.

En Estados Unidos. los candidatos presidenciales se dan un abrazo a medias, una expresión de que van armados solo con palabras. Hay abrazos de consuelo, de apoyo, de afecto y de paz. Pero el de hoy es todos en uno, y un arma a la vez.

Aquí los Apólito, López, Arteaga, Ramírez, Hernández, Marín, Armenta, entre otros miles, se abrazan para consolarse por la herida que ha abierto el tiempo y la distancia, para apoyarse en la lucha del día a día en México y en Estados Unidos, para mostrarse afecto y reconciliarse. Y cuando miles de brazos se entrelazan con un propósito, el abrazo se vuelve un arma: “No queremos este muro, no queremos fronteras, no queremos a Trump”, grita una mujer al escuchar la chicharra que marca el fin de los tres minutos.

Dice la ciencia que el humano necesita mil 500 abrazos al año para sobrevivir. Es exactamente el número de abrazos que se esperan hoy: mil 500 familias se funden para salvar al mundo de un tirano.

La pintura a pastel El Abrazo de Picasso representó en su época un desafío a una sociedad pudorosa. Las muestras de afecto en público no eran bien vistas por la aristocracia francesa, y el pastel de Picasso fue un escándalo morboso. Hoy, la frontera dibuja una orgía: una tumultuosa muestra de afecto público.

“Vale la pena, siempre va a valer la pena venir desde tan lejos para abrazar a la familia, así sea por tres minutos. El poder tocar a mi madre, ya anciana, luego de 12 años, siempre va a valer la pena”, dice María Lugo, una mexicana que viajó desde California para abrazar a su mamá, residente de Veracruz. María viajó 12 horas por carretera; su madre, 30. Las lágrimas de ambas al sonar la chicharra se dicen que puede ser hoy la última vez que se abracen, así que más vale llevar este día a la memoria permanente.

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El abrazo de los Apólito

Cerca de las dos de la tarde llega el turno de los Apólito. La última chicharra sonó y las familias regresan a su lado de la frontera con una mezcla de paz y tristeza. Esta tarde emprenderán un viaje de regreso a sus estados sin saber cuándo volverán a abrazar a los del otro lado.

Manuela y José avanzan, son la segunda familia de un grupo de cinco. Angie, junto a su esposo y sus hijos, ya localizó a sus padres, a los viejos que dejó hace 15 años sobre este mismo río. Los Apólito no tienen tiempo para ver al otro lado, meten sus pies en bolsas de plástico para no enlodarse, bajan unos escalones hacia el lecho del río, caminan, se encuentran frente a frente.

Las reglas dicen que hay que es- perar hasta que los organizadores den luz verde para el abrazo, pero las familias se toman ya las manos. Los Apólito prefirieron no esperar y aprovechar un minuto extra. Manuela abraza a Angie con la fuerza de un grito que retumba en dos países. José espera su turno con los ojos húmedos. Cuando finalmente toca a su hija, Angie rompe en llanto, se dicen palabras sin sentido, lo que dice un abrazo es todo lo que nuestro diccionario no posee.

Suena la chicharra, los tres minutos duraron menos, mucho menos de lo que duran tres minutos normales. A los Apólito hay que despegarlos, como una masa que se estira para no dejar parte de ella. Finalmente, cede violenta, se arranca.

“Me siento agradecida, le dije cuánto la extraño, la abracé muy fuerte y ella a mí. Me prometió que un día nos va a llevar al otro lado. Me siento entre triste y muy feliz, pero complacida de que al menos por unos minutos la volví a tener en mis brazos”, cuenta Manuela casi eufórica. José se limpia las lágrimas con el dorso de la mano; sólo atina a decir con permiso y sigue caminando hacia Ciudad Juárez, al sur, de espaldas a su Angie.

El evento termina con más música. Las familias se empiezan a retirar y el río sigue seco. El muro fronterizo se levanta poco a poco, abatido, sabiendo que no pudo contra el amor.

Abrazarse en tiempos de Trump —de pie, con los pies húmedos por los restos de un río que un día fue bravo, bajo un puente hipócrita que únicamente enlaza a los que no lo necesitan— es un gigantesco acto de resistencia que al menos por tres minutos abrió un río, derribó un muro, dio calor a dos países.

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Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
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