#CotidianoExtraordinario: Sueños…
Por:
Jafet Gallardo
05 Jun 2018
Estela sueña. Y cuando sueña, sus sueños se llenan de flores, de lugares paradisiacos, de copas llenas de champán […]
Estela sueña.
Y cuando sueña, sus sueños se llenan de flores, de lugares paradisiacos, de copas llenas de champán francés, de cuerpos desnudos rozándose, de atardeceres en la playa, de música suave y de palabras de amor dichas al oído.
Y sale de vez en cuando del sueño, generalmente despertada por el ronquido permanente y feroz de Alberto, su marido. Le jala las sábanas, lo mueve, le hace shhh, tose. Pero todo es inútil. Alberto ronca. Mucho. Como un oso.
Así que Estela sueña despierta con la misma copa, el mismo atardecer, la misma música. No se le ocurriría nunca ser infiel. En su casa desde niña le dejaron muy claro que eso es pecado, que no se hace, que el matrimonio es para toda la vida. Y sin embargo, sueña. No con alguien en especial, porque el hombre de sus sueños no tiene rostro. Pero le queda claro que no es, por ningún motivo, ése que ronca.

Los primeros años fueron una mezcla divertida de dicha y descubrimiento a partes iguales. De películas y palomitas, de bailes hasta la madrugada, de una ciudad allá a lo lejos, mientras ellos se comían a besos en el asiento de atrás del coche y los vidrios empañados daban cuenta de una pasión irrefrenable.
Pero todo cambió con el paso del tiempo. Y la rutina, esa maldita serpiente que se enreda en la vida cotidiana y que hace que las rosas se marchiten, los licores se agrien, la vida pierda brillo, se fue instalando entre los dos haciendo que se las risas se transformaran en ceños fruncidos.
“ESTELA SE BAÑÓ CON ESE JABÓN QUE LLEVABA DENTRO DE SU BOLSA. HABÍA OÍDO MUCHO SOBRE EL “JABÓN CHIQUITO” DE LOS HOTELES DE PASO Y SU PECULIAR AROMA. NO QUERÍA DEJAR NI SIQUIERA EN EL AIRE, UNA HUELLA DELATORA.”
Alberto sale de la casa a las siete y no regresa hasta la noche. Estela se queda soñando despierta mientras barre, sacude, hace camas, y ve la televisión, mientras piensa, intentando descubrir en qué momento todo se derrumbó como un castillo de arena. Buscaba algo que leer en la librería. Puso su mano al mismo tiempo que él, sobre El arte de amar, de Erich Fromm, pensando que era un libro de autoayuda, un manual para sobrevivir en estos difíciles tiempos, y no un pesado rollo sociológico, pero él se lo aclaró con amabilidad. Maestro en la universidad. Tenía seis años menos que ella, soltero, de palabra fácil, conocimiento acumulado y ojos verdes.
Primero fue un café. Una larga conversación sobre ellos y las maneras estupendas que tiene el asombro para hacer que la vida se ilumine. Estela sentía como su corazón galopaba en el pecho, incontrolable. Después fueron al teatro, a un cine, a la ópera. Y Alberto, feliz de que su mujer saliera con amigas, como antes, se iba al dominó y a las cantinas a ver el futbol, incluso a algunos antros a echar lo que llamaba “un taco de ojo”, a recuperar el tiempo perdido.
Una cosa lleva a la otra, como bien dice el dicho popular.
Y el hombre de los sueños de Estela comenzó a tener el rostro de él, las manos de él, la sonrisa de él. Y todo se fue llenando de él, a tal grado, que ni el ronquido a su lado la incomodaba. Él la llevó una tarde hasta ese motel discreto en el sur. Los dos, relucientes, como si el mundo se hubiera hecho para ellos por encargo. Y bebieron champán, a pesar de que Estela consideraba eso un exceso. Y pasaron una tarde entera descubriendo, amándose, dejando que todos sus poros se llenaran con la saliva del otro.

Estela es una mujer inteligente, precavida, muy prudente. Y se bañó con ese jabón de siempre que llevaba en una bolsita dentro de su bolsa. Había oído mucho sobre el “jabón chiquito” de los hoteles de paso y su peculiar aroma. No quería dejar ni siquiera en el aire, una huella delatora. Además, era sólo un desliz, algo sin importancia, un breve terremoto que la sacara del tedio.
Al salir de la habitación 114, los dos sonrientes y felices, comenzaron a caminar por el pasillo. Cuando del cuarto 120, súbitamente, en medio de carcajadas, otra feliz pareja en esa tarde de viernes que se volvería inolvidable, hace su aparición por la puerta. Y allí lo ve, de golpe, de frente. Alberto, el marido que ronca como oso con su secretaria de toda la vida. Los dos con el pelo húmedo y la ropa arrugada. Un enorme silencio invade el pasillo, las miradas se encuentran, parecería el inicio del apocalipsis.
Y Estela, con una sangre fría admirable, con una entereza sacada de quién sabe dónde, echando fuego por los ojos, señala a Alberto con un dedo acusador mientras le dice a él, su acompañante.
—¡Se lo dije, licenciado! ¡Sabía que aquí estaba este par de víboras! Tome nota…
Y Alberto comienza a deshacerse en disculpas, diciendo la estúpida frase que dicen todos los que son descubiertos engañando:
—No es lo que parece…
Pero Estela viene cabalgando en el corcel de la ira. Toma del brazo al maestro y lo lleva hacia la calle. Mientras va quejándose en voz alta.
—Con eso tenemos ¿Verdad, abogado? Suficiente para pedir el divorcio de este tal por cual, de este cobarde, de este hijo de la…
Estela sigue soñando y a su lado, en la casa que le tocó por derecho después de un corto juicio, está el hombre de sus sueños.
Uno que no ronca.