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#DeTresDedos: Recordando a Jaime Sabines

Por: Jafet Gallardo 05 Jun 2018
Hubo un tiempo de descubrimientos en que leí y memoricé la obra del poeta chiapaneco Jaime Sabines (Tuxtla Gutiérrez, 1925-Ciudad […]
#DeTresDedos: Recordando a Jaime Sabines
Hubo un tiempo de descubrimientos en que leí y memoricé la obra del poeta chiapaneco Jaime Sabines (Tuxtla Gutiérrez, 1925-Ciudad de México, 1999). Solía tomar un autobús para ir a la Universidad y pasé muchos momentos atendiendo y recordando sus palabras en libros como “Horal”, “La señal” y “Adán y Eva”. Tenía un fajo impreso con detalles de su biografía y algunas entrevistas, que aún debo conservar en un cajón. 
 
En distintas clases y conversaciones, aún me tocó el “enfrentamiento” entre compañeros o aspirantes a poetas que leían a Octavio Paz o a Jaime Sabines. En ese entonces, leer a uno u a otro era tomar una postura ante la literatura (y ante la vida). Cada uno significaba un rumbo diferente: Paz era el canon literario, el pensamiento, el estilo, la cultura (oficial), la literatura cosmopolita. Sabines era el pueblo, la oralidad, el son callejero, el desgarramiento, los amores recitados en cada esquina. 
 
No creo en leer a Paz o a Sabines como términos excluyentes. Ambos son poetas centrales de las letras mexicanas desde lugares distintos, que simbolizaron, por encasillamiento y síntesis, poéticas “cultas y vanguardistas” o “populares y de romancero”. No considero a Jaime Sabines un poeta menor. Su manera de concebir la poesía no estaba en la academia, sino en la calle: en la tienda de telas, en las casas donde se velaba a los muertos, en los estadios llenos de borrachos, en sus enamoramientos, miedos y rencores. Por él tuve la noción del poeta peatón. La poesía como acontecimiento diario. Quizá por eso Sabines ancla la poesía moderna mexicana en el gusto del público: es un difusor, una puerta. 
 
Pero más que entenderlo, siento un vínculo con don Jaime. Recuerdo una vez, en la secundaria, cuando aquel hombre envejecido de ojos claros, asistió a un evento de lectura en mi escuela. El auditorio era enorme y sombrío, las butacas estaban a reventar de muchachos obligados a escuchar poesía. Todavía ahora me pregunto si era Sabines o un lector de Sabines quien empezó a leer para ese montón de estudiantes que sólo pensábamos en compañeras con faldas a cuadros y basketball. Pero cuando su voz arrancó, no temo decir que el mundo se detuvo. Para mí, como para muchos otros, sobre todo sus lectores más fieles y acendrados, la voz del poeta, profunda y entrañable, se volvió inconfundible. Entonces yo leía en clase la poesía modernista y poseía la afectación y el dramatismo de la adolescencia. Pero Sabines escribía como hablaba, o hablaba como escribía. Era una poesía que entendíamos, que sentíamos, a la que podíamos asirnos. Fue la primera vez que la poesía dejó de ser un montón de vocabulario rebuscado para formar parte de un mundo fuera de orientalismos, noches oscuras, cisnes y tormentas.

Durante aquel recital oí por primera vez “Los amorosos”, “Entresuelo”, “Lento, amargo animal”, “Otra carta” y fragmentos de “Adán y Eva”. Cada lector de Sabines tiene sus propios poemas inolvidables. Ése ya es un punto fundamental: que el poeta reduzca el trayecto entre la poesía y la vida. Después, cuando leí esos versos en sus libros, siempre tuvieron su voz. Eso es un logro: pocos poetas, los entrañables, son capaces de hacernos recordar el tono o la respiración de sus lecturas. Los poetas, por más que lo olvidemos, además de palabras, son una voz.
 
No pretendo beatificar a Sabines. Con el tiempo conocí sus filiaciones y lealtades políticas, sus enfrentamientos, sus posturas e incluso sus momentos de desgaste y repetición. Sembró amigos como Rosario Castellanos o detractores como Jorge Ibargüengoitia. Supe que tenía versos o salidas fáciles, que era desigual, que no experimentó ni se arriesgó estructural o verbalmente como otros. Pero entendí que Sabines no podía enamorarse de las palabras aunque sabía que la poesía era un problema de palabras; para él, los poemas eran un medio de comunicación entre islas humanas y soledades existenciales. No dejé de respetarlo ni me sentí superior a él cuando empecé a leer a otros. Sabines me había dado algo del fuego de la poesía en la vida cotidiana, me había inaugurado a la sensibilidad de la ciudad, las mujeres y demás inquisiciones. Sus versos sobre la muerte me abrieron los ojos a esa presencia latente y descarnada, enfocada desde la ternura y la fragilidad de sus palabras. 

Sabines tiene libros notables como “Adán y Eva” y poemas entrañables como “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines”, escrito en consonancia con las Coplas de Jorge Manrique. Pocas maneras de acercar a la poesía al lector no especializado como la suya. Pocas palabras tan desgarradas para mentar el mundo y la madre del mundo como las del chiapaneco. Pocas maneras de rescatar el vocabulario cotidiano para lamentar un amor perdido, recordar a una mujer, incriminar a Dios o pasear por las calles como las que tuvo Sabines. Una nota de “Excélsior” atisba una verdad que siempre se presta a polémica en los círculos literarios. Como lo fue Amado Nervo hace 100 años, Jaime Sabines es posiblemente el poeta más recitado del México actual.
 
Hace 15 años, el 19 de marzo de 1999, Jaime Sabines, el hombre, dejó de existir. Tengo libros intactos, de poetas intactos, que huelen a nuevo. Mi libro azul con los poemas reunidos de Sabines, heredado por mi abuelo, está deshojado, lleno de subrayados, manchas y signos de admiración entre sus páginas. Requiere urgentemente un nuevo forro de plástico. Estoy seguro de que ésa es una señal que habría complacido a don Jaime.

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Jafet Gallardo Digital Editor Periodista de formación. Creador de contenidos, analista, especialista en viajes, entretenimiento y estilo de vida.
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