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Miedo, asco, sol, arena y mar en Acapulco: una crónica de Luis Miguel

Por: Samuel Segura 10 Dic 2024
Un cronista lúdico se aventura a disfrutar del concierto de Luis Miguel en la Arena GNP de Acapulco, bajo la tutela de Hunter Thompson.
Miedo, asco, sol, arena y mar en Acapulco: una crónica de Luis Miguel
LUIS MIGUEL DIO UN CONCIERTO INOLVIDABLE EN ACAPULCO.

Gritamos.

Gritamos como las señoras que somos en cuanto Luis Miguel sube al escenario sobre la plataforma que lo eleva entre humo blanco.

En torno también gritan las pocas personas que están en nuestra fila, aunque un poco menos que nosotros.

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Que Benicio y yo.

Benicio es grande, de pelo gris, camisa tipo polo. Su andar es cansino.

Yo soy pequeño, recién me cortaron el cabello. Camisa blanca de manga corta con motivos de cactus. Mi andar es de mamarracho.

Benicio no es su nombre verdadero. También me pide que me reserve escribir a qué se dedica. Acaso puedo decir que es mi amigo. Desde hace poco más de diez años.

Cuando lo invité a ver a Luis Miguel con la intención de escribir una crónica gonzo, Benicio me dijo:

—Quiero ser tu Benicio, carnal.

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Por lo tanto, aunque no se lo diga, yo soy su Johnny Depp (uno que, en vez de tocar la guitarra, maltoca la batería). Y así es como nos disponemos a protagonizar nuestra propia versión de la película de Terry Gilliam basada en el trabajo de Hunter S. Thompson.

O al menos eso cree su pareja, a quien llamaré Valeria.

—Se van a matar, estoy segura —le dice en cuanto se entera de nuestro viaje—. Se pondrán hasta la madre en la carretera y se van a estrellar.

Benicio lleva con ella desde que lo conozco. Es padre de familia.

Yo, en cambio, me he separado tres veces en ese mismo lapso. Y no sé si algún día sabré lo que es tener a un recién nacido entre mis brazos.

—Sería mi sueño dorado, carnal, morir así a tu lado, como malditos foquin rockstars —le digo a Benicio sobre nuestro hipotético accidente.

Mientras tanto gritamos.

Y es que Luis Miguel empieza su show cantando:

No culpes a la noche,

no culpes a la playa,

no culpes a la lluvia,

¿será que no me amas?

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Una botella de Matusalem en la playa

Estamos del lado izquierdo si se mira de frente al escenario. Sobre las gradas. Benicio asegura que desde ahí no se ven las coristas ni el baterista, personajes que queríamos apreciar, respectivamente.

Junto a mí, en cambio, hay un hombre calvo. Le pregunto su nombre y edad, datos que olvido al momento; previamente Benicio y yo nos hemos bajado una botella de Matusalem en la playa.

—Mi esposa está al otro extremo —dice el hombre calvo y señala el otro extremo de las gradas. Volteo hacia allá—. No alcanzamos boletos juntos.

 

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—Enhorabuena —le digo—. Yo vengo con un amigo —y señalo hacia donde está Benicio, sentado en una fila adelante. El calvo voltea hacia allá. A Benicio le hago señas para que se acerque: no hay nadie más en donde estamos el calvo y yo.

Benicio se yergue con dificultad. Es un hombre grande y aquellos asientos son muy pequeños. Se aproxima, lento. Una vez que está ahí, le presento al calvo. Le digo que su esposa está al otro extremo del lugar. Con gesto de U invertida, Benicio lo lamenta, pero no voltea hacia allá.

—¿Y ustedes de dónde vienen? —pregunta el calvo, a quien terminaré tocándole la cabeza recién rapada en algún punto del recital.

—Querétaro —responde Benicio sin dudarlo.

La llegada a Acapulco

El viaje lo hacemos en autobús (ninguno de los dos pretende manejar) el viernes en la madrugada, para llegar por la mañana a trabajar.

Bueno, él. Benicio.

Porque es un importante hombre de negocios de una importante empresa.

Ahí donde lo conocí.

Ahí donde fue mi jefe.

El bus avanza sin problema por la autopista oscura mientras Benicio y yo dormitamos. Él apenas cabe en su asiento. Lo veo moverse varias veces para tratar de agarrar una posición cómoda. De pronto lo consigue. Y ronca.

Así es como arribamos a Acapulco una vez que ha salido el sol, por eso de las siete de la mañana. Tan pronto descendemos del camión, nos recibe una cálida brisa a más de treinta grados que hace que mi pantalón de mezclilla se me pegue en las piernas.

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En ese momento recibo un mensaje de whatsapp de una amiga que tenemos en común. Su nombre no es Carmen B. y es mi agente literaria, aunque nunca ha hecho algo por representarme. Quizá porque no le pago.

—¿Es cierto que están en Acapulco?

—Así es. ¿Cómo supiste?

—¿Qué hacen ahí?

—Vinimos a ver a Luis Miguel.

—Qué asco —dice y me propone que mejor veamos a Tool el año entrante, luego de que ella se case con un extranjero. Deseo decirle que justo por su boda no iría con ella, pero le digo que ya veremos. Le mando una selfie de Benicio y yo –gracias a ella lo conozco– sentados en la estación de camiones (encallada, sí, entre estrechas calles de un barrio marginado) mientras esperamos a que pase lo que tenga que pasar.

—¿Y ese hospital? ¿Están bien?

—Carmen B. te manda saludos —le digo a Benicio, quien ya está buscando cómo llegar al hotel donde nos hospedaremos.

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La lectura del viaje: Claudia de Icaza vs Luis Miguel

El primero de los seis taxistas que nos lleva (no hay Uber en Acapulco) guarda silencio cuando le digo que qué calor. Nos mira por el retrovisor.

Ha pasado poco más de un mes desde el paso del huracán John, el cual, a decir de los pocos habitantes a los que entrevisto, causó menos daño que Otis, el huracán que golpeó Acapulco el año previo.

—Ahí la llevamos, ya nos estamos levantando —dice el taxista cuando le pregunto cómo va todo en general. En torno algunos edificios muestran las grietas y heridas que les causaron dichos fenómenos naturales.

No tardamos en llegar a un Starbucks, el cual está en la esquina donde está nuestro hotel. Benicio se conecta a una videojunta tan pronto se sienta en uno de los lugares. Yo tomo asiento a un lado suyo y saco la lectura del viaje: El gran solitario, de Claudia de Icaza, una publicación por la cual el cantante demandó a la autora por 7 millones de dólares.

Al leerla entiendo el porqué y lamento no haber traído conmigo una lectura más potente. Como Intermezzo, de Sally Rooney, que el propio Benicio me regaló hace poco. No obstante, el libro de Icaza logra entretenerme.

—No, pensándolo bien, si renten un coche. No saben a lo que se van a enfrentar allá, puede ser muy peligroso —le dijo Valeria a Benicio poco antes de que terminara de preparar su equipaje.

Afuera del Starbucks, sin embargo, todo luce en calma. Las montañas al fondo, las aves cantando, los viandantes que avanzan en traje de baño. Gracias al aire acondicionado de este café multinacional, desde mi asiento todo se ve aún más apacible.

Luego de unas tres horas y un par de cafés, finalmente caminamos al hotel que Benicio reservó. Es un hombre precavido.

—Está muy cerca de la Arena GNP, donde se llevará a cabo el concierto —me dice cuando lo reserva, un par de días antes de salir de la central camionera del sur, en Taxqueña.

“¿Ya listos para ver a Luis Miguel?”

Sin embargo, no es así. Nos lo hace saber un segundo taxista. El que nos dice: “¿Ya listos para ver a Luis Miguel?” cuando abordamos su unidad. Le digo a Benicio que seguro fue por mi nuevo corte luismiguelesco que el señor atinó a decir lo que dijo sin habernos preguntado. Él mismo nos cuenta que el cantante se detuvo a las afueras de un restaurante japonés cercano a nuestro hotel a saludar a sus fanáticos. Y que hubo video en las redes.

—No, está bien lejos, está en el otro extremo —nos dice y nos ofrece sus servicios, ya sea para llevarnos o recogernos luego del show. No ocurre ninguna de las dos: el taxista no me contesta cuando, borracho, le marco para que nos recoja.

—Te juro que en el mapa lo vi cerca —dice Benicio mientras señala el mapa digital que, desde cierta perspectiva, muestra la breve distancia que hay del hotel a la Arena GNP. Excepto cuando se ve más de cerca.

—No problemo, carnal. Al contrario, gracias por ocuparte —le digo.

Ya en el baño del hotel, un anuncio advierte no entrar ahí con arena en las ropas o, de lo contrario, “se sancionará”. El aire acondicionado está en su máxima potencia. Cada quien agarra su camastro y desempaca algunas cosas. Benicio se conecta otra vez poniendo su lap sobre un banco. Tiene una larga junta mientras yo atiendo un par de correos y algunos chats de whats; miro por la ventana, primero a los albañiles que trabajan en una construcción y luego a las señoras que acuden en bikini y chanclas a la playa; después tomo una siesta.

La primera vez que escuchamos a Luis Miguel

Esta es mi tercera vez en Acapulco, cada una con más de diez años de diferencia. La primera fue por los quince años de mi hermana mayor. Aquella vez nos subimos a un crucero donde había un pirata y casi me ahogo en la alberca del hotel. La segunda fue por el viaje de graduación de mi carrera. Ahí besé a la chica de mis sueños que se convirtió en la de mis pesadillas y me hicieron trencitas en la larga mata de amplias entradas. Nadé en la orilla del mar y logré sobrevivir.

—¿Recuerdas en qué momento escuchamos por primera vez a Luis Miguel juntos? —le pregunto a Benicio una vez que se desocupa.

—La verdad no —dice, con esa voz amable con la que le habla a todas las personas.

—Se me hace que fue en tu casa, de las primeras veces que nos empedamos. Es probable porque en nuestros tiempos aún era delito revelar que te gustaba Luis Miguel si no eras popero o mirrey. Más si, como yo, eras metalero.

—Puede ser —dice Benicio mientras mira su reloj que no lleva puesto—. Bueno, vámonos. Ya le avisé a Espino que estamos en camino.

Las prepas de Chilpancingo

La carretera hacia Chilpancingo es empinada y curveada. A esa hora de la tarde su paisaje montañoso, con lagunas y riachuelos a lo lejos, se muestra en todo su verdor. Es poco más de hora y media de viaje desde Acapulco. Benicio y yo cabeceamos de pronto. Llevamos con nosotros nuestras respectivas chaquetas, las cuales nos sirven de cobija que nos resguarda del aire acondicionado. Todas las pantallas del resto de los pasajeros funcionan, salvo la nuestra.

Cuando llegamos a la pequeña terminal buscamos un taxi que nos lleve a la explanada. Una chica piernona –como muchas guerrerenses– nos mira mientras esperamos. Luego mira su cel. Tomamos el taxi.

La explanada está a cinco minutos entre calles más empinadas, estrechas, abigarradas de elementos: casas, puestos, autos, gente.

—Es demasiado para los ojos —dice Benicio, señalando su propia mirada color miel cuando viajamos de regreso. A mi no me molesta tanto, pues Ecatepec está así de atascado (o más).

Tan pronto bajamos, en la explanada hay unos dibujos con los rostros y el nombre y apellido de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. 10 años después de su tragedia y por primera vez me cimbran así. Quizá porque ahí hay otros jóvenes como ellos, quienes caminan por ahí mirándose, riéndose, vivos, durante los últimos minutos del atardecer.

—Los veo acá en las prepas —escribe David Espino, el periodista al que venimos a ver, por whatsapp. Benicio y yo miramos en torno: si bien hay muchos jóvenes con sus uniformes, no vemos ningunas prepas.

Por lo que Benicio le escribe de nuevo.

Espino dice:

—Aquí estoy, en las prepas. Acá los veo.

Volteamos en torno: nada.

Por lo que le escribo yo, pidiéndole por favor su ubicación.

Espino dice:

—Los veo acá en las prepas. Acá ando ya.

Un par de jóvenes en uniforme pasa junto a nosotros. Les pregunto dónde rayos están las prepas. La chica me señala en dirección contraria a donde estamos Benicio y yo. Hacia allá caminamos, hacia donde hay un kiosko. David Espino aparece de pronto de ahí.

—¡Benicio! —grita, aunque en realidad grita el verdadero nombre de Benicio. Ambos se dan un fuerte y sentido abrazo. Tiene unos tres años que no se miran.

—Mira, él es —y Benicio pronuncia mi nombre mientras me señala. David Espino me da la mano y un breve abrazo luego de que ambos nos digamos mucho gusto. Avanzamos un poco, Benicio y yo vamos con la panza vacía y Espino nos llevará a un lugar que conoce donde se come bien.

—¿Entonces vienes a hacer un reportaje? —me pregunta Espino. Todo el camino fui preparando la respuesta a una pregunta que, no sé por qué, supe que iba a hacerme. Bueno, sí sé por qué: David Espino es un periodista serio, respetable, del que he leído su trabajo en Acapulco Killer: crónicas bien reporteadas que revelan que Acapulco ha dejado de ser el paraíso y se ha convertido en el infierno.

En ese panorama yo soy un simple advenedizo.

Así que le sonrío.

—No, en realidad vengo a hacer una crónica. Una crónica… lúdica —le suelto el término que venía pensando.

Crónica lúdica, nunca había escuchado eso. Me gusta —le dice Espino a Benicio, quien sonriendo aprueba mi ocurrencia.

—Es como la crónica gonzo, pero más light —le digo—. Para los reporteros serios no hago periodismo, para los gonzos no hago periodismo gonzo, así que tuve que inventarme un término.

—Leila Guerriero, a quien adoro e idolatro —dice Espino—, dice que el único periodista gonzo que ha existido es Hunter… aunque no comparto del todo esa opinión.

Yo tampoco, no logro decirle porque llegamos a un lugar llamado La Parrilla. Un mesero nos atiende tan pronto acaparamos una mesa. Benicio y yo pedimos varias cosas, entre ellas unos tacos de chuleta y suadero. Espino solo pide un chilito relleno porque ya viene comido.

—¿Me permites sacar mi libreta para apuntar? —le pregunto al reportero para dar el viso mínimo de profesionalismo. Este sonríe con esa sonrisa suya tan amplia y agradable. Así que extraigo del bolsillo una Moleskine que compré hace años afuera del metro CU pensando que la retacaría con mi poesía, pero en su interior no hay más que unas cuantas líneas fallidas.

La debacle y el rescate con su bioserie

—¿Consideras que es relevante esta visita de Luis Miguel a Acapulco?

—Sí, claro —dice Espino—. Desde que él era niño está ligado a Acapulco. Desde que filmó la película Fiebre de amor, o el videoclip de Cuando calienta el sol.

Es tu palpitar,

es tu cara,

es tu pelo,

son tus besos

me estremezco

uouóóó

Me pierdo en esa última canción que Luis Miguel canta al final de la noche siguiente en su concierto. Un auténtico himno que Benicio y yo cantamos con lo último que nos queda de voz (al otro día yo estaré un poco afónico), con mi cabeza empezando a perder el equilibrio. Trato de recordar las imágenes del videoclip al que se refiere Espino.

Sí, constato al verlas en Youtube: ahí está el mismo amanecer que he visto esta misma mañana. La mansión que Luis Miguel ya no posee en playa Bonfil (aunque un taxista nos diga que aún mantiene algunas otras propiedades). Ahí está el cantante en su prime: mamadísimo (el sex symbol que era, aunque se lo recriminara a De Icaza), con esos pelos locos que yo también he llevado alguna vez al despertar, aunque la voz no tan potente como fuera después, en sus siguientes discos.

El videoclip fue filmado un año antes de que saliera Un hombre busca una mujer, álbum con el cual me adentré en su trabajo, por lo menos hasta el año 2006, cuando, a mi parecer, inició la debacle por la cual terminaría obeso y endeudado hasta 2019, cuando se estrenó su bioserie que lo rescató de la bancarrota, la cual, desde luego, disfruté –sostengo que se sostiene por sí misma y que cualquiera podría verla aunque no sea fan–.

Me recuerdo así: en la esquina de la puerta de la entrada de mi casa, sentado en el piso con un pino de boliche haciéndole como que cantaba mientras el vinilo se reproducía una y otra vez. Mi madre (quien, según dijo mi padre alguna vez, quiso llamarme como el astro) me enseñó a cambiarlo de lado. La de Pupilas de gato era una de mis favoritas. Esta dice:

Ya no me mires más así

tus pupilas de gato me fulminan.

No me seduzcas frente a él

con esas formas tuyas tan felinas

nononononono

—A ti, personalmente, ¿te gusta Luis Miguel? —le pregunto a Espino.

—Sí —duda—. Algunas.

—¿Irías a verlo en vivo?

Se lo piensa un momento. Tuerce la boca. Al final dice que preferiría ver a otros artistas y, mejor, sin premeditación, se arranca a platicar otros temas. Espino es un conversador voraz, insaciable. Conduce su charla como conducen sus taxis los taxistas del puerto: sin direccionales, metiéndose entre calles, pero con la suficiente destreza para no chocar. Despliega su amplio conocimiento sobre Acapulco (me explica sus cuatro épocas, desde la tradicional, en los cuarenta, hasta la diamante, que aún vivimos hoy); desde luego me habla de autores que son de ahí o tienen relación con, como Julián Herbert, José Agustín o los para mí desconocidos –hasta ese momento– Vanessa Hernández y Paul Medrano. Navega de la crónica al cuento, de Acapulco al narco, a las autodefensas. Sus temas.

Como hiciera casi cincuenta años antes don Ricardo Garibay (quizá el cronista más potente que ha dado México, seguido por Vicente Leñero; ambos propulsores, sin quererlo y guardando las distancias, de mi estilo lúdico) en su magna crónica Acapulco –escrita en los setenta–, en su trabajo David Espino habla del deterioro social en el que se sumergió la Perla del Pacífico.

Cuando se refiere a los dos últimos huracanes, Otis y John, sucedidos un año tras otro (2023 y 2024; Luis Miguel cerraría su gira de 2023 justo aquí, pero por los daños que dejó Otis –“Dañó a todo Acapulco”, nos dijo otro taxista a propósito– reprogramó dicho concierto para el 24), David Espino devela el peor escenario posible:

Sobrina de Luis Miguel enciende las redes sociales

—Vino una catástrofe natural sobre una catástrofe social.

Miedo, asco, sol, arena y mar en Acapulco: una crónica de Luis Miguel 2

La música de los mares

El océano frente a nosotros nos mira impasible.

Oscuro, el cielo no posee tal negritud.

Es el resabio de lo que horas antes fue una fiesta.

Un gato, en la arena, se lame las pelotas.

La luna, muy lejos, nos mira.

—¿Tú fuiste quien me dijo que cuando iba a la playa se paraba frente al mar para reflexionar?

—No, carnal.

—Ah, me sonaba a que fuiste tú.

Benicio saca la cajetilla. Fumamos un cigarrillo de la amistad. Uno de casi cuarenta en los tres días que la pasamos juntos.

La música de los mares quietos apacigua cualquier tormenta del alma.

En sus aguas se pierden las lágrimas que no he podido expulsar.

Veo mi futuro

—¿Y cómo te ganas la vida? —me pregunta Espino de pronto, como si fuera el título de un libro del propio Garibay. Parece adivinar lo que llevo dentro, y lo que no llevo en la billetera. Se le ve ansioso. Preocupado.

—Como puedo.

—Lo que de verdad deberíamos reclamar los colegas periodistas —continúa—, más allá de si nos matan o no –aunque así sea, acota–, son mejores condiciones de trabajo. A veces no sé si elegí bien —dice después.

—¿Y tú, cómo logras sobrevivir?

—Llevo una vida sencilla.

Sus palabras me resuenan. Lo mismo me he dicho yo, muchas veces. Tanto que luego creo que es una mentira que me cuento. Espino me lleva casi quince años. En su persona veo mi futuro, si sobrevivo. Si no he errado el camino.

Benicio tiene la mano pesada

Maribel Guardia nos recibe en la playa.

Maribel Guardia, diosa de la eterna juventud

La acapulqueña que se autonombra así (porque ese es su nombre de pila y porque literalmente es guardiana de la bahía) lleva una gorra puesta, el cabello crespo, el pequeño cuerpo rollizo. Nos dice que perdió muchas de sus pertenencias con los huracanes. Que apenas se va recuperando. Detrás de nosotros nos señala un hotel: sus habitaciones abandonadas, derruidas. Nos cuenta que los dueños, extranjeros, se fueron tras los huracanes.

—Y luego la rapiña vino también desde la ciudad —dice y nos mira.

—No se preocupe —le digo— nosotros somos de Querétaro.

Ahí, en ese fragmento de playa, Benicio y yo parecemos un sofisticado amorío homosexual. Temo que en cualquier momento me pida que lo ayude a colocarse el bloqueador en la espalda (y yo de pedírselo a él). Alrededor suena música de banda, puesta a nuestro lado derecho por un grupo de jóvenes (mujeres y hombres) que de pronto se meten a nadar. A nuestra izquierda una familia de rubios hermosos que de pronto juega futbol playero. Veo cómo el padre patea la bola con su hija –como ha hecho alguna vez el propio Benicio– y la imagen se me antoja cada vez más improbable en mi propia vida.

—¿Te gustaría escuchar a Michael Kiwanuka? —le pregunto a mi cuasi sugar daddy luego de darle un traguito a la cuba con popote que ya me ha traído Maribel. Me dice que por supuesto. Luego él pone, con su bocinita conectada por bluetooth a mi celular, a Kamashi Washington seguido por Thievery Corporation. Para entonces ya se ha lanzado al Oxxo por una botella de ron y la segunda cajetilla de cigarros que nos fumaremos. Consigo trajo no solo la botella, sino una hielera, tehuacán y una coca de tres litros. Tan pronto se ha sentado me sirve una cuba bien fresca, término acuñado en su vivienda porque Benicio tiene la mano pesada y el pomo ha de rebasar la altura de los hielos.

Frente a nosotros esas personas celebran la vida. Son las últimas horas del sol, aunque la arena aún quema los pies descalzos. Y aunque pretendemos pisar las aguas pútridas (Espino nos informa de que los cauces de las alcantarillas terminan en el mar) al menos un momento, no lo hacemos. Permanecemos sentados en aquella mesita con sombrilla escuchando música y conversando. Como siempre hemos hecho.

Así nos atrapa la noche. El momento de correr a nuestro hotel –que no está muy lejos– para salir corriendo a nuestro encuentro con Luis Miguel.

500 pesos para llegar al Sol

El tránsito cubre toda la avenida.

Miro el reloj: según indican los boletos, falta media hora para que empiece el espectáculo.

La peda se me empieza a bajar. O a empeorar.

Levanto la mano y finalmente un taxi se detiene. Es un joven que nos cobrará 500 pesos “hasta allá, por el tráfico”. Le digo que cámara, pero que le meta pasión.

Dentro del taxi Benicio y yo bebemos de unas botellitas de coca envenenadas, es decir que contienen algo de ese ron que compró. Se le suelta la lengua con el taxista, quien nos dice que la visita de Luis Miguel ha sido un acontecimiento, que no es común que se vea. Entre otras cosas que he olvidado por el blackout que a partir de ese momento empieza a darme.

De pronto ya estamos abajo, caminando entre la gente. La Arena GNP se parece mucho al Foro GNP de la Ciudad de México. Me detengo en un puesto a comprar un pin; me reservo el resto de mi efectivo para las chelas. En algún punto del recorrido nos detenemos a culminar nuestras bebidas y a fumar otro cigarrillo.

—Todavía no empieza el concierto, está la música ambiente —le digo, confiado, a Benicio—. Lo mismo pasó en Metallica— le aseguro, sin tener certeza alguna al respecto.

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Luego pasamos con las entradas electrónicas (momento que he borrado por completo) y avanzamos cuesta arriba hacia donde nos corresponde sentarnos. El personal de apoyo nos ayuda un par de veces hasta que por fin llegamos. Hay poca gente ahí y poca gente abajo, en la zona que queda frente al escenario. Las luces están apagadas en esa parte y la música ambiente sigue sonando.

Es cuando me encuentro al hombre calvo. Y cuando le pido a Benicio que se acerque a mi lugar.

Es cuando Luis Miguel emerge al escenario como el foquin Dios que es.

Y cuando gritamos.

Entonces canto con el micrófono que he hecho con mi mano izquierda y conmino al resto a que canten conmigo. Al calvo, a una wera de minifalda que está detrás de mí, a uno que ella tiene a un lado, a un joven que está enfrente y que se ríe, pero canta. Al propio Benicio, quien canta a grito pelado conmigo. Somos dos señoras gritando.

Es la segunda vez que veo a Luis Miguel. La primera fue diez años antes, en el Auditorio Nacional. En la cúspide de su debacle, si acaso eso es posible. Lo vi de muy lejos, cantó horrible y mi recuerdo al respecto es esa sensación decepcionante. Nada que ver con los conciertos que Benicio y yo hemos visto tantas veces juntos, de su época noventera, su época de oro, cuando mis padres pudieron verlo justo en el Auditorio Nacional. Cuando sí daba las gracias y le hablaba a su público.

Miedo, asco, sol, arena y mar en Acapulco: una crónica de Luis Miguel 3

—¡Acapulco! —dice Luis Miguel en Suave, el himno de himnos.

Déjate llevar

por la música que incita;

nuestros cuerpos no quieren parar.

Deja de luchar

que hay razón para que me ames;

nuestro destino es así.

Serán sus únicas palabras. Sobre cualquier cosa. No echa ningún speech como me habría querido consignar aquí ni agradece a los asistentes ni a las víctimas de los huracanes (a quienes, al parecer, les donó unos millones) ni nada de nada. Finalmente las acciones dicen más que las palabras, supongo.

Así que compro una chela.

Entonces suena Hasta que me olvides:

Hasta que me olvides

y me rompa en mil pedazos

continuar mi gran teatro

Es ahí cuando lloro.

Luego sonrío de nuevo con Dame:

Dame alguna prueba de amor

que calme el dolor (dame)

que queden para siempre

mis besos vibrando en tu cuerpo.

En ambos momentos pierdo más la cordura y casi me infarto. Mateo como si aquello fuera una rola de metal y bailo como si supiera bailar.

Y lloro.

Luego compro otra chela.

Y otra.

Luego otra (en la que no me dan mi cambio).

Y otra (en la que reclamo mi cambio).

Canto con la mano izquierda, con el hombre calvo y con el chico de enfrente. Ambos ríen, o eso creo.

Y luego pido otra chela (en la que vuelvo a reclamar mi cambio, el cual nunca llega).

Frente a mis ojos el concierto se sucede. Luis Miguel luce espectacular, lo poco que lo puedo ver desde donde estoy. Sigo su recorrido con la mirada borrosa a lo ancho del escenario. Unas pantallas me revelan su sonrisa. Tiene mejor cabello, está en forma y canta en tiempo la mayoría de las veces. No lo veo reclamar un mejor audio. Lo veo y escucho mucho mejor que la otra vez que lo vi.

Hasta que me siento, con la cabeza completamente hacia abajo. Lo que veo a continuación son una serie de pies, unos tras otros. Benicio me va casi cargando (gracias a Dios es tan grande y no soy yo quien tiene que cargarlo, pienso). Múltiples voces, taconazos y perfumes. Así durante un rato (por favor, lleguemos ya a la salida, pienso) hasta que salimos y estamos frente a una terminal de camiones exprés que a su vez está frente a la Arena GNP. Ahí hay un camellón con pasto en el que me tiro al momento. Boca arriba.

El cielo oscurísimo me absorbe de tan nítido. Le doy las gracias por permitirme estar ahí, vivo, con mi querido Benicio, quien está sentado a mi lado, cuidándome. Como espasmos miro los rostros de la gente que me mira, miran mi playera gonzo ensuciada por un hilillo de vómito que se resiste a salir por completo. Miro las estrellas. Ellas me miran también.

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Foto perfil de Samuel Segura
Samuel Segura Escritor (Ecatepec, 1987), obrero de la palabra escrita. Autor de Chamuco, Metal y El sufrimiento de un hombre calvo. Baterista en Asedio.
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