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Jordania, el destino bíblico en 4D

Por: Jafet Gallardo 31 May 2018
EN EL REINO HACHEMITA UNA SE PUEDE ACERCAR TANTO AL ANTIGUO COMO AL NUEVO TESTAMENTO DE UNA FORMA VIVENCIAL, VISITANDO […]
Jordania, el destino bíblico en 4D

EN EL REINO HACHEMITA UNA SE PUEDE ACERCAR TANTO AL ANTIGUO COMO AL NUEVO TESTAMENTO DE UNA FORMA VIVENCIAL, VISITANDO EL MONTE NEBO, DONDE ESTÁ SEPULTADO MOISÉS O EL RÍO JORDÁN, DONDE FUE BAUTIZADO JESÚS. PERO TAMBIÉN UN LUJOSO HOTEL INSPIRADO EN LOS JARDINES COLGANTES DE BABILONIA DEL REY NABUCODONOSOR II.

 

 

POR VERÓNICA MAZA BUSTAMANTE

Escribir sobre un país integrado por 92 mil 300 kilómetros de desiertos, mares, ríos, valles, colinas y bosques, el cual recorrí a bordo de un par de camiones durante 20 días divididos en dos viajes, resulta avasallador. Más aún cuando es un destino que ha cambiado mi manera de mirar al pasado, de entender las tradiciones, las religiones, los gobiernos, la geografía y todo eso que constituye una sociedad.

El Reino Hachemita de Jordania —creado a raíz de la división de la región llevada a cabo por Francia y Reino Unido tras la Primera Guerra Mundial, hoy gobernado por el rey Abdalá II— lleva al explorador a realizar un análisis del mundo tanto interno como externo. Si, como dice el budismo, la salida está dentro, en nosotros mismos, en tierra de Alá la entrada está afuera, en la travesía individual e integral.

Éste es un pedacito de mi viaje, de los tesoros que traje conmigo. Si un día recorren tres o cuatro continentes hasta llegar ahí tendrán que conformar su propio camino, porque quien llega a Jordania jamás vuelve a su hogar siendo el mismo.

Estas ruinas que ves

De Ammán, la capital, guardo su parecido con la Ciudad de México. Esa sensación de estar en La Lagunilla, con sus tiendas de muebles de melamina ponderosa decorados con detalles dorados, de los locales de bisutería en donde, a través de altavoces, se informa que todo lo que hay adentro cuesta no diez pesos, sino un dinar, la moneda oficial. Con sus microbuses con letreros fosforescentes que en lugar de Tlalne o Neza recorren los barrios ubicados en siete colinas, con esos piropos exclamados a mi paso por boquitas árabes que no han sido silenciadas por el feminismo.

La cosmopolita ciudad me regaló su Rainbow Street, con restaurantes caros y tiendas de artículos de lujo, pero también La Ciudadela, sitio arqueológico con restos romanos, bizantinos y árabes tempranos semejante a Jerash, ciudad habitada desde hace más de seis mil 500 años, flaqueada por edificaciones en ruinas del mundo grecorromano y el Antiguo Oriente Árabe.

Fue en la soledad de mi caminata en estos espacios, los primeros días, cuando descubrí que, si así lo quería, podía abrir un portal dimensional para ubicarme en varias fases de la historia del mundo, mirar lo que miraron aquéllos de los que tanto he leído, un punto de origen de religiones, de divisiones. Dejé de pensar en mi pequeño mundo y me perdí en los ojos de las chicas jordanas —maquillados a la perfección con Kohl—, en las risas saliendo de sus bocas carmesí cuando me pidieron que me tomara una selfie con ellas, todas hermosas con sus cabezas coronadas por velos de colores alegres que combinan con sus ropas modernas, libres de burkas pero no de poder lucir sus melenas sueltas.

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Pero ni siquiera ellas ni Umm Qais, desde donde se puede observar el Mar de Galilea, aquél en cuyas aguas se supone que Jesús caminó (aunque dicen que lo más probable es que lo haya hecho sobre un trozo aislado de hielo flotante), ni el Monte Nebo, donde está enterrado Moisés o el río Jordán, donde Juan bautizó a Jesús, me prepararon para recorrer uno de los lugares más espectaculares de Jordania y del planeta: Petra.

Considerada la octava maravilla del mundo antiguo y catalogada por la unesco como Patrimonio de la Humanidad, la ciudad de los nabateos me dejó sin respiración. Tenía un vago recuerdo suyo por alguna película de Indiana Jones, pero al estar frente al Tesoro, esa edificación rojiza labrada en piedra hace más de dos mil años, no puede evitar suspirar al comprender que no era un set cinematográfico: Petra es real, con sus dromedarios para la fotografía del recuerdo, con sus gladiadores, sus gitanos, sus beduinos y hasta sus émulos del marajá de Pokajú.

De Petra guardo en mi cajita de riquezas personales la libertad que tuve para escalar por sus montañas, el retumbar de mi corazón tras subir los 800 escalones que llevan al espectacular Monasterio, las risas que dejé a manera de tributo en el recorrido nocturno para ver El Tesoro iluminado con velas, el rostro de los beduinos que me llevaron al autobús en burro y me contaron leyendas fabulosas que luego bautizaría como las de “El beduino vigoroso”, “El camello resentido” y “El beduino enano que vive en los árboles para que no se lo coman los animales”.

Jamás olvidaré la mosca que me tragué tras cantarle al gitano elegante, aquél todo vestido de blanco que en mi primera visita me invitó un té jordano en su tienda, ubicada en el lugar más recóndito de la zona, donde se veían las montañas como si fueran conos de helado al revés, y me invitó a quedarme a vivir con él en su cueva a cambio de unas cuantas cabritas para mi familia. Un año después ya no estaba ahí, a diferencia del hermoso Suleiman, aquel joven beduino de ojos color cuarzo multicolor que me ofreció camellos, dromedarios, cientos de cabras y una tienda en medio del desierto de Feynán si me quedaba con él (aunque su mejor regalo fue enseñarme a ubicar las es- trellas en la negra noche musulmana), y con quien aún me escribo. Hacerlo me recuerda que hay viajes que pueden durar toda una vida.

Entre el mar y el desierto

Si tuviera que elegir mi lugar favorito del Reino Hachemita, dudaría un poco. Pensaría en las calles de Aqaba, el Aca de Jordania, tan cosmopolitas, con esa suerte de Petra acuática que constituyen los bancos de coral que habitan las profundidades del Mar Rojo, ése por donde, dicen, Moisés condujo a los israelitas que huían de las tropas del faraón.

También consideraría el desvarío que te provoca estar en las aguas del Mar Muerto, donde puedes flotar y volver a ser bebé, al menos en la piel, tras embarrarte su lodo en todo el cuerpo. Reviviría las largas charlas en las instalaciones del Hotel Kempinski (cuya arquitectura semeja los jardines colgantes de Babilonia), donde quise emborracharme con lo que gastaría en alcohol en México durante un mes pero no lo logré porque es el lugar más bajo de la Tierra; pensaría en el sabor de la manzana con regaliz y tabaco que salía de la hookah que fumaba mientras, con la baba suelta, admiraba a la belly dancer que se contoneaba bajo la Luna.

Sin embargo, no dudaría en considerar a Wadi Rum como mi lugar favorito de Jordania, incluso del mundo. El desierto. Ése donde podría ser que Jesús hubiera pasado 40 días y 40 noches intentando vencer a la tentación. El que se asemeja a Marte. Donde las piedras son tan altas y están labradas con tantas formas que te hacen pensar en los anunakis y te sientes pequeñito, un grano de arena cobijado por el manto de estrellas más espectacular que jamás hayas visto.

Dormir ahí, al amparo del silencio, tras escuchar los melancólicos cantos beduinos o ver un espectáculo de baile entre hombres que se contonean como Juan Gabriel en sus mejores épocas y después te tiran la onda, no tiene igual. Despertar con un café con cardamomo, comer pan hecho con tus propias manos, atascarte con humus y tabulé, con cordero horneado bajo la tierra, con platillos que saben a comino, curry y cúrcuma. Mover mi cuerpo al compás del andar de un camello mientras recorría las suaves dunas de Wadi Rum al atardecer y los colores cobrizos del entorno me envolvían mientras escuchaba, a través de los audífonos, al grupo Mi Reyna entonando aquello de “la verdad no existe, tú me has hecho flotar…”

 

Y hoy, mientras esto escribo y escucho de nuevo “Qué más da”, pienso que los viajes te forjan. Soy atea y soy exploradora. Desde el principio intuí que lo santo de esta tierra se hallaba más allá de las creencias religiosas y que nada volvería a ser igual después de visitarla. Ahora sé que hasta el día de mi muerte siempre tendré alguna referencia del inconcebible y entrañable Reino Hachemita de Jordania preservada en la biblioteca de mis ojos y mi memoria.

Foto perfil de Jafet Gallardo
Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
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