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¿Perder un libro o un amigo?

Por: Jafet Gallardo 05 Jun 2018
En nuestra columna de letras “Leer a la Playboy”, revisamos la manía lectora por atesorar libros, el autor recuerda cómo […]
¿Perder un libro o un amigo?

En nuestra columna de letras “Leer a la Playboy”, revisamos la manía lectora por atesorar libros, el autor recuerda cómo le ha ido.

Por Jaime Garba

Un libro para muchos es un objeto, y en ese sentido podría pasar a ser como uno más de los muchos que poseemos: una camisa, un celular, una bicicleta, cosas que aunque podemos tenerles mucho cariño, en alguna parte de nuestras vidas no reparamos en que ya no están, o en su defecto de que hay que darle vuelta a la página y dejarlas ir. Pero algo tienen los libros, que por más que el tiempo pase, lejos de olvidarlos, nos aferramos a lo que significan para nosotros, podemos incluso nunca haberlos leído o ni siquiera recordar que estaban en el rincón más lejano del librero, no importa la circunstancia, para los lectómanos perder un libro es simplemente inconcebible.

Digo esto de que el libro para muchos es un objeto, porque aunque tenga un valor enorme para el dueño, los demás simplemente suelen verlo como eso, sólo un libro, y por ello la sentencia “me prestas tu libro” es la más horrible que cualquiera que los ame pueda escuchar. Pero oh castigo divino, es prácticamente imposible ir por la vida sin escuchar esas tortuosas palabras. Ojalá fuera tan fácil hacerlo, decir “sí, claro, llévatelo, no te preocupes, quédatelo todo el tiempo que lo necesites”, y dar la media vuelta y seguir tranquilamente con la vida, pero no, si la fuerza de voluntad nos orilla a entregar en las manos nuestro preciado tesoro, una parte nuestra sabe que lo estamos lanzando al abismo. Estoy seguro que pocos pueden contar historias de éxito respecto a que en unos cuantos días o semanas les devolvieron sus libros sanos y salvos, la mayoría tiene en su haber anécdotas terribles de jamás volver a verlos bajo infinidad de pretextos: “Chin… se me olvidó”, “Es que aún no lo comienzo”, “Uy, se lo presté a otro amigo, pero no te preocupes, yo te lo devuelvo”, “Fíjate que se me perdió, pero yo te lo pago”. Quienes tienen un poco más de suerte, reciben sus libros mutilados, con hojas rotas, con salsa en las páginas, las pastas manchadas u otras laceraciones imperdonables.

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Muchos se preguntarán por qué tanto drama por un libro que bien se puede reponer. Sé de amigos que juzgan a quienes les han dejado de hablar porque simplemente no pueden perdonar esta afrenta. Un amigo, por ejemplo, mientras anduvo con su novia, el amor lo cegó tanto que prestaba a diestra y siniestra sus libros, claro, pensando en la utopía adolescente de que estarían juntos por siempre, cuando un día echó un vistazo a su librero, se dio cuenta por primera vez en años, de que éste se había vaciado poco a poco. ¿Qué sucedía?, la amada tenía todo su acervo. Inteligente, o en apariencia, mi amigo pidió sutilmente uno a uno los libros, pero la negativa era constante pues supuestamente uno lo leía el padre de su novia, otro una amiga, u otros simplemente no sabía dónde estaban. El cariño sólo le dio paciencia por un par de días. Después, desesperado, directamente pidió lo que le pertenecía, pero su pareja lo tomó como una gran falta de respeto y eso metió su relación en un debacle del cual nunca pudieron salir. Sobra decir que mi amigo jamás volvió a ver sus libros.

Yo soy muy obsesivo con los míos porque mi sueño es tener un acervo tan grande como el del intelectual José Luis Martínez, que llegó a los 150 mil ejemplares, así que prestar alguno de mis materiales me hace sentir en números rojos. No obstante suelo prestar libros a mi círculo más cercano de amigos, no sin antes hacer en mi mente una revisión de riesgos, y con la plena conciencia de que mi obsesión me puede hacer perder los estribos.

Esto lo aprendí de la primera y peor experiencia que tuve prestando libros. Hace mucho, solía dirigir un taller de lectura en un centro de rehabilitación para jóvenes adictos. Allí tenía la costumbre de escoger lecturas que pensaba podrían serles útiles e interesarles. Algunas fueron “Pedro Páramo” de Juan Rulfo y “Los albañiles” de Vicente Leñero. Aquella sesión fue tan interesante, que al terminar dos chavos se acercaron y me preguntaron más sobre los autores, en una breve plática descubrí que parecían estar interesados en la lectura, y aunque estos libros eran ediciones que atesoraba con todas mis fuerzas, se los presté confiando en sus bondadosas almas. A la reunión siguiente no volvieron, ni a la que le siguió. Tiempo después me enteré de que habían recaído en el vicio y triste me resigné por el cruel destino de mis amados libros.

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Aprendida mi lección me hice la pregunta que sabía obligatoria, ¿qué prefería perder: un libro o un amigo? La respuesta era obvia.

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Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
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