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#LibrosAlDesnudo: Leer en el paraíso

Por: Jafet Gallardo 05 Jun 2018
  Por Jaime Garba @jaimegarba Durante mucho tiempo fui un lector quisquilloso, en el sentido de que no podía leer […]
#LibrosAlDesnudo: Leer en el paraíso

 

Por Jaime Garba

@jaimegarba

Durante mucho tiempo fui un lector quisquilloso, en el sentido de que no podía leer si existía aunque fuera el más mínimo ruido. Fuese una mosca, un camión, el auto que pasa a gran velocidad con el estéreo a un volumen insoportable, la televisión, los perros ladrando, el amigo que se acerca a preguntarte qué haces (como si no fuera evidente), inclusive mi mente divagando en otros asuntos; cualquier sonido se volvía un potencial distractor que detenía de súbito mi lectura, haciéndome entrar en un estado de ansiedad que me ponía de mal humor y donde blasfemaba contra todos aquellos elementos de la vida cotidiana que me arruinaban el momento.

Sin paz encontrada durante el día encontré refugio en las madrugadas para leer, tolerando las melodías sutiles de la noche (a falta de una cabina de aislamiento de sonido como en la que se introdujo John Cage para inspirar su 4,33´). Conviví con la estridulación de los grillos, el zumbido de los moscos, el canto de las lechuzas y el chiflido del viento; logré gradualmente que aquello no interfiriera con las historias que devoraba, pero no sin acompañarme de mi único y fuerte enemigo: el cansancio derivado de intensos días laborales. No obstante, ante lo imposible que era leer en el camión, en la fila del banco, en el café o donde fuera, traté de hacerme el hábito de pernoctar para mi pasión lectora y así me funcionó un tiempo hasta que las circunstancias me impusieron otra realidad.

original

Había conseguido un trabajo como reportero que me obligó de golpe a introducirme en una dinámica antagónica a mis caprichosos formatos de lectura. En la oficina, después de cubrir los eventos, debía escribir a la par que otros diez compañeros tecleaban sus computadoras con la firmeza de un pianista que interpreta a Mozart, pero no era todo, imaginen la escena: oficina estrecha, calor a tope, suena en el ordenador de alguno una cumbia, después en otra una canción de hip-hop; alguien se para y hace chillar la silla, se escucha un grito de un compañero a otro que está en el extremo contrario; llega la señora que trae las tortas que encargaron y se arma un caos para juntar el dinero exacto (préstame fulanito, cámbiame zutanito, perengano págame la que me debes…); alguien cuenta un chiste y todos ríen, entre tantas posibilidades más. El infierno. Al principio sufrí, mi mente hizo falso contacto y apenas si podía redactar y leer mis notas con coherencia de un chavo de secundaria, no se diga lo tortuoso que era leer las de los compañeros que mirándome inquisitivamente me preguntaban qué me parecían sus escritos, e imposibilitado a decir algo razonable se molestaban. Casi me costó la chamba, hasta que hablé con mi jefe y le expliqué mi problema, el cual entendió y auguró que sólo debía adaptarme, nada más. Así fue, en tres semanas el ruido pasaba cuales flechas a los costados de mis oídos y conseguí volverme productivo.

Gracias a que pude resolver esa situación, mis lecturas se volvieron plenas, leía más y sobre todo disfrutaba hacerlo, pero pensando en mi experiencia fui dilucidando las razones de ciertos lectores a quienes había escuchado tener circunstancias parecidas. Me fijé el objetivo de descubrir por qué anhelamos un lugar paradisiaco donde estar para que nada ni nadie perturbe nuestra ingesta de palabras.

En la preparatoria tenía un profesor que de vez en vez nos recordaba que no debíamos leer acostados porque así el cerebro no retenía nada “cuando se está acostado el cerebro asume que está descansando y por ende no trabaja como debe”. Para leer, decía, había que estar erguido en una silla, mas no un sillón (pues ocurría algo similar a lo de la cama) y de preferencia con la menor comodidad posible para mantenerse alerta. Yo lo intenté en varias ocasiones con resultados catastróficos, puesto que como ya he contado en otras ocasiones, aunado a las pésimas maneras de enseñar literatura de mis profesores, leer y hacerlo en tales condiciones me parecía digno de un castigo medieval. Sin embargo acuso que fue tanta su insistencia que no me fue sencillo dejar aquel sistema para poder leer como me diera la gana.

En cierta ocasión mientras hacía un trabajo en la biblioteca pública, vi llegar a un grupo de estudiantes de secundaria acompañados de un maestro, quien en voz baja les indicó que se pusieran a leer el capítulo tal de un libro y para ello tenían diez minutos. Los escolares lo hicieron sin problema pero en cierto punto, antes de terminar el plazo, uno dio un golpe fortísimo sobre la mesa y gritó desesperado “no soporto tanto silencio”. El maestro molesto le pidió saliera al patio y fui tras él con una curiosidad morbosa para preguntarle sobre el incidente, a lo que respondió que vivía en una casa de Infonavit con sus padres y cuatro hermanos en la que imperaba el ruido, inclusive por las noches solían dejar el estéreo o la televisión encendidas, el silencio les perturbaba y afirmaba le hacía pensar cosas “malas”. El silencio no era gozoso sino un martirio.

Un buen amigo escritor compartió con quienes tomábamos su taller de novela que escribía en las escaleras de su hogar, con la computadora apoyada sobre los muslos. Sin recordar bien cómo y aunque esa obsesión le produjo dolores de riñón, aquella postura fue la ideal para escribir varias novelas y sólo así se permitía trabajar, a pesar de tener espacios de sobra que pudiesen ser perfectos para el acto.

Cuando nos hablan de lo lindo que es leer, solemos tener una imagen idílica: el sillón frente a la chimenea, la ventana a un lado, afuera lluvia y la luna cuarto menguante, un disco de jazz en el estéreo y la taza de café a un lado que despide un suave aroma que penetra nuestra nariz a la par de que cambiamos la página. Suena bien, pero aquello dista de ser realista. En el México que vivimos, en tiempos tan vertiginosos, el paraíso del lector es el libro, no el lugar, así entonces la fila del banco, la de las tortillas, mientras se espera el turno en el Seguro Social, en el autobús o el taxi, caminando, en la cama, la mesa, inclusive en el suelo, se vuelven los escenarios perfectos para devorar el libro deseado. Creo que nadie despreciaría un buen viaje a una cabaña para intentar representar el paraíso lector o habrá quienes puedan presumir de poseer esas magníficas condiciones, pero quien ama leer no desea y necesita más que un poco de tiempo para hacerlo valer, ¿o no?

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Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
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