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La venganza de Zaragoza

Por: Jafet Gallardo 05 Jun 2018
Esta semana en nuestra columna Saltos en la oscuridad, los años de secundaria, en la pubertad y en la adultez. […]
La venganza de Zaragoza

Esta semana en nuestra columna Saltos en la oscuridad, los años de secundaria, en la pubertad y en la adultez. ¿Qué recuerdas cuando miras hacia ellos?

Por Raúl Bravo Aduna (@rbaduna)

La secundaria se me fue entre parpadeos. Recuerdo poco de ella, momentos muy específicos, de hecho. A León masturbándose, al lado de Stephany —¿o Estephanie, o Estefanía?—, en plena clase de Biología en el primer año, que nos daba la Maga (porque nada por aquí y nada por allá); a la maestra de Geografía —apodada la bruja, creo— revisando el yeso de mi brazo derecho para ver si tenía las respuestas de un examen anotadas ahí (examen que reprobé con 3, por cierto); la vez que toda la pinche escuela le chifló a mamá por guapa (cuando salía de entrevista con 7 de los profes con los que estaba reprobando ese bimestre); cuando dedicamos tres semanas de nuestras existencias para hacerle/nos calzón chino a todo nuestro grupo de segundo (de puros hombres) y colgamos en el asta bandera, triunfales, una de las trusas que rompimos en el acto (con una mancha sospechosamente naranja); el día en que terminé a golpes con Olache —¿Holache, Toloache?— y cuando el imbécil del profesor Chinchilla me gritó, frente a todo el grupo, que yo reprobaba química porque no creía en Jesús.

La secundaria la pasé entre parpadeos. Mis clases las usaba para leer y dormir. Así, en matemáticas aprendí sobre soma y en historia de México sobre poesía nicaragüense. Las clases de física, química y biología fueron mis horas oficiales de siesta por tres años, mientras que las de catecismo las usaba para leer estadísticas de jugadores de hockey y sobre la historia de la NHL, así como para animar dibujitos de karatecas que peleaban a lo largo de los bordes de mi Biblia Latinoamericana. Las clases de literatura —o de español, más bien— sirvieron para aprender que Paquito ya no va a hacer más travesuras, que el Cid es infumable y que a la Luchadora, mi maestra, le encantaba el Quijote —razón única y suficiente para jamás acercarse a un libro de Cervantes.

Como no recuerdo lo que hice en esos años, siempre supuse que no había sido grave. Cuando comencé a dar clases de literatura en secundaria —¿qué apodo me habré ganado y qué autor habré estigmatizado para siempre?, me pregunto con frecuencia— empezaron a regresar los muchos recuerdos bloqueados de mi pubertad tardía: el día que casi se incendia mi cuarto por estar fumando y tomando tequila a horas de escuela con unos compañeros en mi casa, la profesora a la que casi hice llorar por pasarme su clase entera desgañitando canciones de Radiohead —aunque nunca supe si era por lo mal que cantaba, lo mucho que le pegaban las letras de Thom Yorke, o lo muy espantoso que nos portábamos en aquel salón—, el cuarto bimestre de segundo de secundaria que reprobé todas las materias, educación física incluida, porque ya había pasado de año sin importar lo que sacara, y el baile indecente que me eché en clase del Chivo después de que me dijo que ya había pasado su materia. Y eso que yo era de los bien portados.

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Empecé a recordar todos esos incidentes porque quise entender a mis estudiantes. Entender que la escuela es soporífera, que es un martirio y que nadie debería pasar ocho horas culiatornillados a bancas diseñadas por arquitectos vetados de la Alemania Nazi por excederse en brutalidad y terror. Todo ello regresó a mí, aunque seguro no es ni la mitad, y en la mitad que falta, por desgracia (¿o fortuna?), se quedó la Fanta de Zaragoza.

Hace unas semanas estaba en el departamento de un amigo, celebrando su cumpleaños. Estábamos él, otro amigo más y yo en la cocina con cerveza en mano —porque ya somos adultos y eso es lo que hacen los adultos: tomar cerveza junto al fregadero. Se acerca una figura más bien regordeta. Traje hipsterísimo. Sin duda simpático, uno de esos caballeritos que se ve a leguas que hacen sonreír hasta quien opone resistencia. Levanta el brazo y me señala. “¡¡¡Tú fuiste al Instituto México Secundaria!!!”. Mi sorpresa fue mayúscula, sobre todo porque el Instituto México Secundaria es una parte de mi vida que no suelo ventilar.

Miré su rostro. No pude recordarlo ni poquito. Pero se siguió y me contó quién era yo, quién era él y qué historia habíamos compartido. No tardó en contarle al resto de las personas que me acompañaban sobre cómo un día vació su Fanta sobre mi bata de laboratorio. Resulta que un día todo un grupito de señoritos —entre los que, al parecer, yo estaba incluido— decidió zapear a Zaragoza porque sí, porque pubertad. Yo fui el último, recordó Zaragoza, con lo que parecía una lágrima retacada de tirria en el ojo izquierdo. Y, por tanto, su venganza cayó sobre mí. La Fanta que estaba tomando, me contó, me fue vertida completita como escarmiento por tremendo acto de inmadurez, como zapear en fila india al compañero Zaragoza.

El día de la fiesta Zaragoza siguió contándole a la gente sobre la secundaria, la Fanta y el Raulito Bravo del pasado que le chingó la existencia. Algunos días más tarde recordé a Zaragoza —así de eficiente es mi cerebro—, mas no a su Fanta vengadora. Sí recordé, sin embargo, que el día que me iba a golpear con el señor Toloache fue Zaragoza al primero que me encontré en el patio y le conté sobre lo que iba a pasar. Sin pensarlo dos veces, Zaragoza juntó más gente y se apuntó para acompañarme, “ya sabes, por si las moscas”.

Sé que alguna moraleja se esconde entre tanta anécdota, pero mi miopía es mayúscula y el tiempo limitado.

Foto perfil de Jafet Gallardo
Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
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