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UN POCO DE HISTORIA

Por: Jorge Arturo Borja 26 Jul 2018
¿CÓMO LLEGARON LAS CANTINAS A LA CDMX? SUS ORÍGENES SON TAN ANTIGUOS COMO LA NECESIDAD QUE TENÍAN LOS MEXICAS DE […]
UN POCO DE HISTORIA

¿CÓMO LLEGARON LAS CANTINAS A LA CDMX? SUS ORÍGENES SON TAN ANTIGUOS COMO LA NECESIDAD QUE TENÍAN LOS MEXICAS DE ECHARSE UN TRAGO.

Los mexicanos siempre hemos disfrutado el placer y sufrido el exceso que brindan las bebidas espirituosas. Fray Bernardino de Sahagún informa en su Historia General de las cosas de Nueva España que los naturales de estas tierras asignaban un signo, semejante al zodiacal, para cada periodo del año. Afirmaban que bajo el dominio del Ome Tochtli, Dos conejo, nacían individuos con una incontrolable inclinación a beber. Cuenta Sahagún que todo aquel que pertenece a ese signo “en despertando a la mañana bebe vino, no se acuerda de otra cosa sino del vino y así cada día anda borracho, y aun lo bebe en ayunas, y en amaneciendo luego se va a las casas de los taberneros, pidiéndoles por gracia el vino”. Por eso, en prevención de este tipo de conductas, la ingestión etílica era severamente prohibida entre los jóvenes mexicas, llegando a aplicar el castigo de apalearlos hasta la muerte si eran sorprendidos en dicha actividad.

Sin embargo, en las fiestas y convites se permitía a las personas mayores disiparse un poco. Nos dice Sahagún que “a la noche los viejos y viejas juntábanse y bebían pulcre y emborrachábanse. Para hacer esta borrachería ponían delante de ellos un cántaro de pulcre, y el que servía echaba en una jícara y daba a cada uno a beber”.

Ya para mediados del siglo XVIII, en la muy noble y leal Ciudad de México proliferaban los expendios de neutle en las calles. Eran pequeños puestos donde se vendía comida, se escuchaba música y, ya entrados en gastos, hasta se cantaba y bailaba, por lo que con frecuencia el holgorio acababa en pleito con muertos y heridos. En su intento por regularlos, las autoridades virreinales exigieron a los puestos un nombre y un letrero que los identificara. Así se dio vuelo el ingenio popular bautizando pulquerías como La Tumbaburros, La Sancho Panza o Juanico el monstruo.

El jesuita Francisco Xavier Clavijero en su Historia antigua de México (1780) describe el carácter y costumbres de los mexicanos: “Son y han sido siempre muy sobrios en la comida, pero es vehemente su inclinación a los licores espirituosos. En otro tiempo la severidad de las leyes los contenía en su beber; hoy la abundancia de semejantes licores y la impunidad de la embriaguez los han puesto en tal estado, que la mitad de la nación no acaba el día en su juicio”.

En el siglo XIX, a pesar de las guerras y epidemias, la población fue incrementándose, y también las pulquerías, que para 1864 ya habían rebasado las quinientas tan sólo en la Ciudad de México.

Las cantinas fueron surgiendo por influencia extranjera. Lo que había antes eran vinaterías que permitían el consumo de sus productos en el mismo establecimiento. Dice Salvador Novo que la presencia en México de los soldados norteamericanos durante la invasión de 1847, motivó que en ciertas fondas establecidas de la calle de Palma, se empezaran a vender licores fuertes y se acondicionaran barras, pianista y “señoritas” disfrazadas a la usanza del viejo oeste.

Comenta Paco Ignacio Taibo II que los invasores franceses de 1862 traían 400 mil raciones de vino para seis mil soldados, además de varias mujeres de gorritas rojas y falditas azules que hacían de cantineras entre la milicia. En esta época se pusieron de moda las bebidas europeas entre las clases acomodadas, pero cuando ganó Juárez, se remataron los vinos guardados en las bodegas de Maximiliano y de los conservadores aliados, que fueron a parar a las cantinas populares del centro, las cuales también salieron beneficiadas con los muebles y cortinajes de las mansiones de los imperialistas derrotados.

Ya para 1890, en pleno porfiriato y con la instalación del alumbrado público, surge el concepto del bar, tal como hoy lo conocemos. Así lo recuerda Rubén M. Campos: “Quien empujara la vidriera suelta y giratoria de un bar, quedaba asombrado al primer golpe de vista, que le presentaba una multitud sedienta y alegre, apiñada en el muelle, como se llamaba al mostrador en que los cantineros preparaban y servían constantemente las bebidas heladas, cocteles deliciosos que eran frescura y energía, deleite al paladar y al cerebro, o los menjuleps odorantes a las hojas de menta batidas con trozos de hielo en los cubiletes, agitados como sonajas para verter los tónicos sabrosos en los vasos cristalinos, de los que serían absorbidos en pajas ambarinas por las bocas sedientas”.

Fue tal el éxito de estos establecimientos que para la primera mitad del siglo XX ya había más de 150 cantinas en el Centro Histórico de la capital. Hoy sobreviven menos de la mitad de estos “templos de Baco”, a los que los viejos bebedores entramos con auténtica veneración porque forman parte de un patrimonio histórico invaluable.

 

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