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#PlayboySeLee: La vida es de mentira

Por: Jafet Gallardo 05 Jun 2018
Los ejemplares ya se encuentran a la venta en las principales librerías del país. disfruta esta divertida y candente historia. […]
#PlayboySeLee: La vida es de mentira
Los ejemplares ya se encuentran a la venta en las principales librerías del país. disfruta esta divertida y candente historia.
 
UNO
No estoy mintiendo: por los años de los años he sido el caníbal metálico de mis amores. Literalmente me trago los aretes y anillos que usan las mujeres con las que me acuesto o que persigo mientras intento llevármelas a la cama. Pero eso no es lo más importante, sino que tengo la certeza de engordar durante estos periodos de antropofagia metálica. No es que aumente de peso, digo, tampoco hay que exagerar, sino que el recorrido de la joya por mis tripas me da una vitalidad que puede competir contra el complejo vitamínico más fabuloso del mundo. Lo aseguro. Entonces me niego a probar otro tipo de alimento —como si quisiera garantizar la no-contaminación de mi embarazo—, además de demorar todo lo posible las ganas de ir al baño. Creo que esa sensación de felicidad debe ser muy parecida a la que una mujer siente cuando está embarazada; en mi caso, embarazo de retroalimentación, del placer de imaginar que pocas horas antes ese mismo anillo recorrió palmo a palmo el cuerpo de esa mujer, la bañó, la vistió y fue testigo de sus apariciones, de sus fantasías y deseos. Es como si todo ese montón de vida me perteneciera de una sola vez, como si pasara a mi sangre aumentado cien veces de tamaño. Cuando mi voracidad es premiada con algún arete, tengo la impresión de que este se ramifica y se convierte en una criatura que corretea por el interior de mi barriga. Además de tragarme la luz de las playas que hay detrás de las orejas de una mujer —la frase es de mi Bróder—, el nuevo huésped me transmite todo el montón de palabras y sonidos que heredó durante el tiempo que vivió colgando de ella. He tenido la suerte de almorzarme aretes que criaron a sus dueñas. Es como si me tragara una cámara fotográfica, o un disco que me va narrando, con maniática precisión, la vida de mi nueva habitante interior. En ocasiones escucho mi propia voz antirradiar, como si las palabras me salieran por la nariz y chorrearan un aguardiente adulador, cínico, cómplice, para tratar de lograr su único objetivo. No hay mujer que se me resista si logro tragarme una de sus prendas, de verdad, lo juro por las Niñas. No pienso dejar de hacerlo, a pesar de las tantas veces que me han ingresado por problemas digestivos y de la operación que me hicieron cuando un arete me perforó el intestino grueso. Aquella vez me abrieron de arriba a abajo como si fuera un sapo de laboratorio. Por más de tres horas sustituí, sobre la mesa de disección —según le escuché decir al Bróder—, la máquina de coser de un tal Conde de Lautréamont, uno de esos tipos que mi hermano idolatraba. Mas todo salió bien. No hay nada que se compare con el placer que siento cuando tengo una de esas prendas realizando un viaje por mis tripas. Y hasta tengo preferencias, diríamos que culinarias, por un tipo especial de joya. Entre un anillo y un arete, prefiero este último, y si es un pendiente me sabe más rico, me dan palpitaciones, como si el arete me quisiera transmitir en vivo, a todo color y con mayor fidelidad, las vivencias de su dueña. Mi hermano no me cree cuando yo le cuento sobre estas transmisiones y me dice que estoy jodido de la cabeza, que tenga un poco de madurez, que ya no soy un niño, que si sigo con mis estupideces, cualquier día de estos se me vuelve a trabar una cosa de esas en las tripas y me voy a joder. Yo pienso que al Bróder lo que le falta es imaginación, y eso que él es el verdadero poeta.
 
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Claro, como todo oficio que se respete, éste tiene sus riesgos. Una vez me tragué el arete de una despampanante Niña que resultó ser agente de la policía política cubana —algo así como la kgb o el fbi, pero con un mayor placer por humillar a la gente— y, para colmo, era egresada de una de las academias militares de la extinta Unión Soviética y licenciada en marxismo-leninismo. No me explico cómo una mujer tan bella era capaz de… Bueno, la belleza también se puede convertir en una dictadura. Y esta frase sí es mía, ¿o alguna vez se la escuché al Bróder? Ya ni sé.
 
Al final logré convencer a la Niña de que se quedara a dormir conmigo en uno de los cuartos de la casa que me prestó un amigo. En los lóbulos de sus orejas de laberinto lunar —esta metáfora es de mi hermano, pero aunque yo me paso la vida plagiándole, a veces me canso de pensar si las palabras son mías o de él; pues al carajo, las palabras son de quien las agarre, mira qué cosa— se acurrucaban dos bolitas de oro de ¿dieciocho quilates? Nosotros, en Cuba, les decimos dormilonas, y las madres, antes de que la criatura salga del vientre, ya las tienen listas —junto con la canastilla rosada— para que nadie confunda a su hijita con un macho. Cuando veo estos aretes atravesando las orejas de una mujer, siento como si llevara la ingenuidad de dos gotas engarzadas en la perversidad de su rostro, además de ser, comparados con otros, muy deliciosos y digestivos; por eso me extrañó que cuando me tragué el de la oreja izquierda —el que está más cerca del corazón—, sintiera un sabor raro. En espera de las primeras informaciones intertripales, comencé lo que se llama el mete-y-saca o la frotación para lograr el fuego al igual que mis antepasados. Muy cerca de que apareciera la primera llama, quedé petrificado. ¡No lo podía creer! De repente, el arete me empezó a transmitir —en vivo, digo yo, porque juro que escuchaba hasta los aplausos— todos los discursos que se había echado el dictador —más conocido por Barbapatrás— para convencernos de nuestro destino de ovejas degolladas; además de los cien tomos de las obras completas de Carlitos Marx y Federico Engels e información secreta de los planes y asesinatos cometidos por la policía política cubana.
Se la saqué como si la hubiera tenido metida dentro de un panal de avispas que, alertado, arremetía contra la presencia de un intruso.
 
Sin entender lo que pasaba, ella exclamó en un ruego de puchero infantil:
 
—¿Pero ahora qué haces? ¡No, por favor, no, no!
 
Se la volví a enterrar.
 
Cuando ya estaba silbando como una turbina de un IL-62 M, se la volví a sacar. En ese ajetreo mantuve a la Niña por más de quince minutos. Era como un lago de un aceite que se quejaba, donde mi amigo el Tuerto, como un experto clavadista, punteaba con toda su calma en la punta del trampolín y después se lanzaba de clavado hacia el fondo del tanque y volvía a salir y esperaba…, mojado, resoplando.
 
—¡No puedo más! ¡No puedo más, papi! —me suplicaba la Niña.
 
—Si quieres venirte —le ordené—, tienes que gritar ¡abajo el comunismo!
 
—Pero… ¿Por qué, mi amor? ¿Eso qué tiene que ver ahora? —gemía con voz derretida.
 
—¡Grita, coño, grita!
 
—¡Ay! ¡Ay! ¡Por favor, papi, yo grito…, sí, lo que tú quieras…, pero no me la saques ahora…, por tu madre, no me la saques ahora!
 
—¡Entonces grita!
 
—¡Aba-aba-abajo…!
 
—¡Dilo, coño, dilo!
 
—¡… el comunis…! ¡Ay, coño, qué rico, qué rico!
 
CINCO
—Atiéndeme —me dijo mi hermanito—. Tienes que salir de aquí montado en un avión. No se trata de seguirles el juego a estos hijos de puta, sino de usar la cabeza. Mira, todas esas pobres personas que murieron en el mar, o que están en la base naval —después que entre los dos países se firmaron los tratados—, son los peones que chapotean sobre el tablero, movidos por la mano asquerosa de la política. Dentro de muy poco tiempo los presidentes se sentarán a tomar un café y hablarán de sus mujeres, abrazaditos como novios. Un muerto es la moneda que siempre se paga por la disputa o la reconciliación, pero los muertos nunca los ponen los que ostentan el poder sino los de abajo. En los próximos días se va a celebrar un congreso internacional de psicología. La universidad, para mi sorpresa, me acaba de pasar una invitación, aunque no como exponente sino como público, por supuesto. Vienen muchas invitadas de Colombia, México, Uruguay, Chile, Venezuela… Podríamos intentar un acercamiento con alguna de estas mujeres, y a lo mejor tenemos suerte y nos ayudan a salir de la isla. No te preocupes. Todo saldrá bien. Pero olvídate del mar, eh, me entendiste, olvídate. Ya pasaron los tiempos en los cuales uno podía soñar que el hombre podía convertirse en un pez. La cabeza encima y debajo de la tierra, sólo eso, eh, olvídate del agua.
 
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Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
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