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Florence Cassez, la vida en prisión de una mujer bonita

Por: Jafet Gallardo 05 Jun 2018
Elegante, distinguida, con porte de una modelo. Más de 1.70, el cabello rubio (con mechones naturales en tonos cobrizos) ya […]
Florence Cassez, la vida en prisión de una mujer bonita

Elegante, distinguida, con porte de una modelo. Más de 1.70, el cabello rubio (con mechones naturales en tonos cobrizos) ya le había crecido hasta la cintura. Sus ojos color verde, de aceituna. Florence me miró fijamente y sonrió. Su voz era muy dulce, los modales refinados. De inmediato me ofreció una silla, un café o té, como cuando alguien te recibe en su casa: “¿con o sin azúcar?”.

“Pregúntame lo que quieras, todo te lo voy a contestar”, me dijo. Sobre el mantel de plástico verde, floreado, que cubría la mesa, coloqué mi libreta. En aquella conversación de casi 3 horas, Florence suplicaba que investigara el “montaje”, argumentando que su detención había sido el 8 de diciembre y no el día 9 como expusieron las autoridades. Insistió en las contradicciones de las declaraciones hechas por Cristina Valladares y su hijo –las víctimas–, quienes en una primera instancia no la reconocieron como su secuestradora el día del rescate; pero días después cambiaron su declaración argumentando que reconocían su voz y su acento francés.

Durante 180 minutos, la mujer que yo creía –porque así lo habían manejado en la televisión– una persona cruel con personalidad felina, me mostró sus lados más vulnerables y fuertes. Las lágrimas llenaban y hacían temblar sus ojos, pero sin llegar a caer sobre las mejillas: “Cuando me sentenciaron a 90 años de prisión, me hicieron un favor porque me liberé. Fue cuando comencé a hablar y ahora no me van a callar”.

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La diabólica o una mujer muy bella

Desde aquella fría mañana del 9 de diciembre del 2005 en que fue exhibida junto con su novio Israel Vallarta, acusados del presunto secuestro de tres personas, la imagen de la francesa Florence Cassez se volvió común en los periódicos, donde la asociaban con sobrenombres como “La Secuestradora” o “La Diabólica”. Y sin embargo, tanto en la prensa escrita como en los comentarios del sexo masculino era frecuente escuchar la frase: “es una mujer muy bella”.

El día del conocido montaje televisivo, realizado por la AFI y las cámaras de Televisa, los mexicanos conocimos a Florence con los cabellos alborotados como si se acabase de levantar, un escultural cuerpo delgadísimo y marcado con horas de gimnasio, que se hacía notar a través de un ceñido pantalón color miel, además de una mirada expresiva y su notable acento francés. Estos elementos construyeron la imagen de una mujer de mente fría y corazón ardiente.

Conocerla, saber qué historia se ocultaba detrás de esa mujer extranjera de rostro ingenuo, qué pasión la había llevado a convertirse en “cómplice” de su novio, un presunto secuestrador, me llevó a principios de 2009 hasta la prisión de Tepepan, al sur de la Ciudad de México: un laberinto encadenado de controles de seguridad. Una vez pasado el arco detector de metales y el interrogatorio, llegamos a un tercer filtro: una inspección ocular y táctil al cuerpo.  
Unas rejas negras, metálicas, rechinan para anunciar la llegada de los visitantes a un cuarto filtro: ahí es donde te marcan el antebrazo izquierdo con dos sellos y te dan un gafete numerado que sólo llevan las visitas.
Mientras caminaba rumbo al salón de eventos, que semeja un ruidoso comedor industrial saturado de obreros, empecé a preocuparme por cómo me recibiría la famosa mujer come-hombres, presunta líder de la banda de “Los Zodiaco” y que yo imaginaba cruel, dueña de un estremecedor don de mando.

Le temía a las canas y las arrugas

Mientras charlamos noté que “Flo” -como le llaman sus amigas francesas cuando le visitan- suele entrelazar las manos. Me llamó la atención que, a pesar de estar en la cárcel, llevaba delgadísimos anillos de oro, como de hilo, coronados con pequeñas piedras; así como pulseras de colores, tejidas a mano, y las uñas impecables, esmaltadas en color rosa pálido. Era notable que Florence, a pesar de llevar tres años en la cárcel, conservaba el cuidado de su imagen, detalles que me revelaban una personalidad perfeccionista y femenina. Una línea finamente trazada y arqueada en las orillas como de los años 60 y una gran cantidad de máscara de pestañas, le acentuaban los ojos, perfectamente delineados en negro. Eso sí, por momentos, tenía la mirada perdida y desesperada. Como hacía mucho frío, Florence me volvió a servir un poco más de café negro. Con la taza enfrente, me confesó: “por llamar al programa Punto de Partida de Denisse Merker, el 5 de febrero del 2006, para denunciar el montaje, esa noche me trasladaron al penal de Santa Martha Acatitla. Lo hicieron infundiéndome temor y diciéndome: a donde vas no necesitarás nada”.

La embajada de Francia se movilizó y protestó contra lo que consideró un acto sin fundamento. Fue inútil. Florence Cassez fue recluida en la misma celda que Sandra Ávila, “La Reina del Pacífico”, pero sólo unos cuantos días. Luego fue trasladada de regreso al penal de Tepepan. Florence me contó que fue aislada en una celda en la que instalaron una cámara para observarla las 24 horas del día. “Tenía miedo, me di cuenta entonces que estaba en sus manos y me enfrentaba a un gran poder. Me puede pasar cualquier cosa, me pueden matar”.

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El hecho la cimbró y cada mañana llamaba a sus padres: “tenerlos al teléfono me da fuerza para aguantar cada día y luchar por mi vida “, me dijo.

Le pedí que me contara, con lujo de detalle, cómo era su vida dentro del penal. Me relató que el día comienza temprano, a las 6:30, para ir hacia las regaderas y no tener que encontrarse más tarde con las casi 100 reclusas, número que se triplicó en el 2011 cuando las autoridades decidieron pasar a 200 reclusas del penal de Santa Marta a Tepepan argumentando remodelaciones. Este hecho puso nerviosa a Florence: “no me gusta que vengan chicas de otros lados porque algunas son muy conflictivas. El agua caliente, para ellas, sólo dura una hora y media”. Diariamente lavaba su cabello cobrizo y me hizo ver que le preocupaban algunas canas que le estaban saliendo “tengo miedo que me salgan más, llenarme de arrugas y hacerme vieja aquí”. Quizá es por eso que nunca dejaba de usar cremas de marcas famosas para el cuidado de la piel, aunque para conservar sus pies como de porcelana los untaba con un poco de Vick vaporub y los cubría con calcetines.
Después de la ducha y el desayuno, Florence y las otras reclusas eran las encargadas de limpiar los pisos de las áreas comunes.
Y a pesar de sus quehaceres, siempre estaba lista para recibir a sus visitas e invitados. Con un maquillaje muy fino, de pantalón de mezclilla para combinar con blusas y suéteres modernos, en azul, color reglamentario, peinados como de salón, las trenzas y chongos, sus favoritos. Usaba zapatos en su mayoría de piso, botines y botas sin tacón y a veces unas zapatillas azules: “qué bueno que el azul es el color para nosotras, es mi preferido”

Pagaba 100 pesos por sus muebles

La ropa que le enviaba su familia la hacían llegar a través de la esposa del entonces director de France Press México, Djamica Vandenberghe, a quien Florence le llamaba “Mi mamá de México”.

No era la única persona que la visitaba. Una doctora especializada en derechos de la mujer, del Colegio de México; un artista, que le hizo un retrato; Luis de la Barreda, ex titular de la Dirección Federal de Seguridad, quien afirmara que Florence es inocente; Eduardo Gallo, activista quien perdiera a su hija por secuestro; juristas del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM; periodistas como Héctor de Mauleón, uno de los primeros en exhibir las inconsistencias del caso; personal de su embajada, presentes cada semana en el penal; y un amigo de su trabajo en el hotel Fiesta Americana, donde ella era hostess.
Por eso Flo pagaba cien pesos por dos mesas y seis sillas; sus visitas de Francia le llevaban queso y pan tipo baguette, carnes frías que prefería comer en lugar de los alimentos que se preparaban en el penal, que siempre le hacía daño al estómago. La mayoría de sus visitantes siempre le llevaba un presente, pan dulce de El Globo, carne o pechuga de pollo asada y barras de amaranto, sus preferidas: “me gustan mucho porque puedo comerlas hasta en mi dormitorio cuando me da hambre”.
Toda la comida la compartía con sus visitas y con sus compañeras de celda u otras reclusas: “No me gusta ser coda y tampoco me gusta tener problemas, si puedo, les comparto lo que tengo: una vez una amiga me trajo un pastel para comerlo únicamente con mis compañeras que gustaran una rebanada”.
En la mesa siempre había manteles individuales de color verde, vino o negro, de plástico grueso, del Palacio de Hierro, presentes que sus amigos le hacían. Era notorio el cariño hacia ella y por eso también le regalaban cojines para las sillas. Nuestras entrevistas transcurrían siempre alrededor de los olores y sabores de la comida: queso francés, pastas o pan. Nunca faltaba agua caliente para el té o café y agua de botella fresca con uno o dos cigarros al final para ella: “yo sé que fumo mucho, pero he tratado de dejarlo y no puedo”.

París tras las rejas

A pesar de que el espacio de las mesas que siempre ocupaba Florence estaba junto a la puerta de entrada, donde la gente pasaba constantemente, las charlas de ella con sus visitas se tornan amenas como a la hora del té en los espacios públicos de París, donde la gente va a mirar pero también a que la vean, y este ambiente recreado les permite aislarse del entorno. Ella trataba de hacer un momento amable y tranquilo, a ratos era extrovertida y si algo le caía bien soltaba una carcajada.

A todos recibía y despedía con un gran abrazo: “Me siento tranquila cuando vienen a verme, pero cuando todos se van comienza mi estrés, nadie sabe lo que yo me preocupo porque siempre estoy repasando en mi mente el expediente para poder encontrar una solución y salir libre y que me reconozcan inocente, pero me topo con la pared cuando se hacen los grandes silencios de la justicia y me da miedo”.

Durante el 2009 era normal que Florence Marie Louise pasara de su agradable delgadez a verse flaca, ya que en febrero de ese año la Suprema Corte de Justicia de la nación sólo redujo su pena de 90 a 60 años de prisión. “Aprendí a dominar el estrés pero ahí está presente, estoy atenta por lo que pueden hacer de mí y por eso sólo duermo 4 o 5 horas”. Meses después la depresión se acentuó en ella, porque el entonces presidente Felipe Calderón negó a su entonces homólogo de Francia, Nicolás Sarkozy, el traslado de Florence a París.

Sus amigos sabían que Flo se hacía la fuerte. Había que distraerla y le llevaban flores, collares, aretes, pulseras, sabían de su coquetería, pero ella no se la creía: “arreglarme todos los días es sólo un mecanismo de defensa”. Florence dice no sentirse tan bonita: “hay mujeres más bellas y amorosas en esta cárcel”–y con lágrimas en los ojos– “de qué me serviría ser bonita, si no puedo salir de aquí y puede que nunca tenga hijos, yo quiero tener una familia”.
La felicidad al rostro de Florence llega por unos días cuando la Iglesia católica da a conocer una investigación en la que presume su inocencia. “No quiero la gracia presidencial, yo soy inocente y por eso hoy muchos más mexicanos hablan de mí”.

Enfermó del estómago

Desde 2009 el presidente francés, Nicolás Sarkozy retomó este caso asignándole a un brillante abogado, Frank Berton, y hasta el último día de su mandato llamó de manera directa a la Cárcel de Tepepan para saludar a Florence y darle ánimo. Ella misma llegó a comentarnos que las conversaciones eran cortas pero constantes y que Sarkozy siempre creyó en ella.

Pero al llegar marzo del 2012, la Suprema Corte le negó el amparo a Cassez, quien empeora de problemas estomacales. Días previos a esta resolución legislativa tuvo salmonelosis. Cerró su lista de visitas por unos días y fue en ese momento cuando dejó de tomar café, que era uno de sus deleites por la tarde; tampoco comió grasas animales, refrescos ni picante.

Con una gran certeza, Flo pensó que la Corte la dejaría libre. Se emocionaba cuando se hablaba de ella en los medios o cuando en marzo del 2012 Sarkozy puso el tema de la violación de sus derechos humanos en la propia cara de los senadores, durante una visita a nuestro país. Florence tenía preparadas sus maletas, pero con ellas regresó a su dormitorio. “Me he caído muchas veces desde lo más alto, por eso no me gusta ilusionarme”, me contó.

Pintó más de 100 cuadros

Entonces su vida volvió a lo cotidiano. No le gustaba llorar, prefirió contenerse y ser fuerte. Tomaba a diario clases de tejido, elaboración de collares, y hasta gimnasia reductiva, le gustaba cuidarse. Canalizó toda su energía en la pintura: “me hacía sentirme sola pero ahora ya no, es un arte en el que me he refugiado, me siento bien”.

Y como toda una maestra del pincel, sus al menos 100 cuadros viajaron desde México a Francia para exposiciones en galerías y venta posterior, lo que le permitió tener un capital para vivir en el reclusorio en donde la vida le fue cara. La mayoría de sus temas son de lucha y da pie a la razón. Le gusta el colorido porque representa la alegría por la vida.

Florence Cassez reconoce que durante los seis años de cárcel leyó mucho más que cuando fue estudiante. Debido a su caso, ponía mucha atención en revistas como Proceso semanal y todas aquellas en que la entrevistan. Le gustaba leer en su celda al politólogo Jean Jacques Rosseau, se compenetró con el caso Dreyfuss, militar judío acusado de vender secretos a Alemania y que buscó todas las pruebas posibles para evitar la cadena perpetua. Puso mucha atención en Stefan Zweig, escritor y psicólogo austríaco de quien adoptó una frase: “la medida más segura de toda fuerza es la resistencia que vence”.

Florence tiene un pequeño radio y una televisión en su celda para ver los noticiarios con sus dos únicas amigas.

Aun cuando Florence prefería no hablar con sus compañeras para evitar problemas, recordaba con tristeza que en ese mismo 2012, la chica que boleaba los zapatos en el penal para ganarse un poco de dinero salió libre, pero a los dos meses murió. Con cariño recordó que la hacía reír porque de manera impredecible lanzaba un “quiquiriquí” y todas la conocían como la chica “Gallo”.

A pesar de ser poco comunicativa con sus compañeras para evitarse un conflicto, en dos ocasiones quiso interceder por dos mujeres: la primera era una joven que había sido culpada de secuestro del mismo modo que ella y en una segunda oportunidad me presentó con una mujer de avanzada edad, encarcelada por vender dos veces una propiedad. “Ayúdenlas a ellas como a mí todos me han ayudado, por favor.”

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Llega la libertad

Mientras los abogados de Cassez trabajaban en un nuevo recurso legal, Florence trataba de hacer una vida normal preparándose psicológicamente para enfrentar a la Corte.

A sus amigos, nuevos periodistas y hasta “espías” como ella les llamó, mostraba con alegría cada una de las cartas que franceses y canadienses le enviaban para saludarla y desearle lo mejor. En veintenas de cartas, la gente le escribía desde su ciudad o cuando estaban de vacaciones y las hacían llegar a través del comité “Florence Cassez” de Canadá, fundado por David Bertlet, fuerte activista que visitó muchas veces la cárcel.

Florence recibía emocionada el correo: “aprecio que la gente se tome el tiempo de escribirme con tanto amor”. A través de una amiga, contactó al artista que admiraba desde niña: Alain Delon, con quien mantuvo contacto a través de cartas y vía telefónica; él la apoyó cada día motivándola a vivir.

Durante un año esperó para la resolución de la Suprema Corte a favor de un amparo a resolverse el 23 de enero pasado: “Ya no me van a afectar, creí en la justicia mexicana y me llevé cachetada tras cachetada pero hoy tengo esperanza en la Suprema Corte”.

Ese 23 de enero, Florence no quiso ver ni escuchar la resolución de la Suprema Corte y prefirió esperar en el hall del edificio platicando con gente de la embajada mientras su papá, Bernard Cassez, y el cónsul francés, Gerald Martin, permanecían atentos.

Cuando la Corte dio el amparo a Florence para su salida inmediata del penal de Tepepan, ella lo entendió en las miradas de ambos y se escucharon gritos de alegría y asombro dentro de la cárcel.

Quizá el enojo más fuerte que recuerdo de Florence es el que odiaba que le dijeran francesa: “la palabra es despectiva, yo no soy la francesa, soy Florence”.

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Foto perfil de Jafet Gallardo
Jafet Gallardo DIGITAL EDITOR Me gusta capturar historias en video y escribir mis aventuras de viaje. El conejito se volvió mi mejor amigo.
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