2×1: El crimen contra el cácaro

Nuestro experto Iván Farías ya fue a ver la más reciente propuesta masiva del cine mexicano y estas son sus conclusiones.

 

Siempre he pensado que una industria puede llamarse así cuando tiene una amplia gama de productos para el consumidor. El cine al tener una dualidad: el ser arte e industria, la tiene difícil porque hay gente que no sabe encontrar la justa media entre un producto para venderse y una pieza para disfrutarse.

 

Los premios internacionales a cintas tan prestigiosas como Heli o Luz silenciosa, por decir un par de obras de reciente cuño y pedigrí muchas veces son uno de los venenos más grandes para la taquilla. Si bien los críticos las aplauden de pie en los festivales de cine alrededor del mundo, en la taquilla local resultan ser un repelente para el espectador promedio que requiere de mucho entrenamiento para verlas.

 

La gente puede permitirse el visionado de una o dos en su dieta cinematográfica durante el año, pero alimentarse de eso siempre acaba produciéndole retortijones. Por eso es necesario que cintas con menos pretensiones lleguen a taquilla para que la gente no le tenga miedo al cine nacional.

 

Una cartelera plagada de películas mexicanas de temas escabrosos hacen que el espectador promedio, (ese que quiere quitarse el estrés luego del tráfico y la jornada laboral), entienda que cine mexicano es igual dolor y cine norteamericano igual a diversión.

 

De ahí me deseo que las producciones nacionales tengan cintas de simple escapismo como Rescatando al soldado Pérez o Nosotros los nobles, porque le hacen tener esperanza al espectador de que cine mexicano no significa dolor.

Cuando Emilio Portes, director de dos comedias arriba de la media, (Conozca la cabeza de Juan Pérez y Pastorela), comentó que estaba en un proyecto con Andrés Bustamante, y al cual se sumaría Armando Vega Gil me pareció que por fin acabaría redondeando un trabajo que con destellos de verdadera genialidad y podría acabar convirtiéndose en una carrera sólida. Portes, homónimo del presidente, muestra en sus dos trabajos anteriores un deseo de hacer comedia inteligente mezclándola con sátira social; lo cual en este país es un logro.

 

Por su parte Vega Gil, antiguo líder de Botellita de Jérez, reconvertido en narrador premiado y satirista de su propia historia en Diario intimo de un guacaroquer; junto al talento de uno de los mejores cómicos que ha dado este país, Andrés Bustamante, prometían hacer una cinta que habría que tener cuidado por su alta dosis de humor.

 

Pero el producto no cuajó. La mano de Vega Gil se nota en los nombres ingeniosos para las películas y personajes (Olores perros, Cinco días sin Ñonga o Faulina Rubio) y en la creación de un pueblo polvoriento como Güemes. Por su parte, Bustamante incluye su humor onírico, absurdo y su presencia. Las mejores partes de la película (que llega incluso a volverse cansada) es cuando su personaje de político tranza pero entrañable hace acto de presencia. 

 

La película es una adaptación muy burda de la ya de por sí burda comedia estilo Scary Movie… y todos su imitadores. La cinta recurre al chiste de recuerdo próximo; algo como lo hace Epigmenio Ibarra en sus telenovelas al incluir noticias recientes dentro de la trama. El Cácaro Gumaro más que una película es unas serie de sketches con un ligero hilo conductor. Uno puede cronometrar el tiempo entre chiste o chiste y darse cuenta que bajo esta lógica se permitieron meter todo: desde un humor estilo Looney Tunes, hasta bromas filmadas de forma exprés como la de Gravedad.

 

Sin embargo tiene ideas destacables: el burlarse de las cintas de “arte” y su lento transcurrir, el avance de la piratería y la propagación de festivales cinematográficos en todo el país; ideas que se pierden en este amasijo de chistes sin ton ni son. Incluso Ana de la Reguera y su personaje a la Harley Quinn quedan en segundo plano.

 

Espero que Portes, Vega Gil y Bustamante regresen con una cinta que ahora sí les exija.